Triste noche en barrio Jardín. Talleres no fue Talleres. Talleres no es lo que fue. Es un boxeador hinchado en su fracaso.
El fútbol es la síntesis más perfecta de la fatalidad y la vida en una sola muestra. Talleres, muerto a laburar, puso en cancha la épica del segundo tiempo al servicio de su vergüenza. La que decidió tributar a un alto precio, sobrevaluado sus errores, resistiendo en la trinchera de su impotencia. Porque están todos hartos, todos los que integran su árbol genealógico, cansados de que la vida de este club sea su pasado. «El Daniel, el Daniel», escuchan los abuelos aún en un eco que se desdibuja en una cacofonía.
Pero no hay más abuelo. No hay más Danieles y Valencias. Hay esto, los Aranda, los Gianunzio, los Ribonetto. Son estos los que están. Y los que viven con vocación de sólo pernoctar, en el Argentino A.
No hay resurrecciones posibles sin fútbol, sin juego. Y Talleres fue por momentos un equipo invertebrado, fláccido de ideas, sin firmeza en su juego, endeble en su cabeza y robusto en su corazón. No en vano prolongó parte de su segundo tiempo en Salta ante Central Norte, en un primer tiempo de esos para el olvido.
Amén de que tuvo Brown en su arquero Pereyra a la gran figura, que tapó dos cabezazos espectaculares, que fue el motor inerte de una defensa que se dedicó a sacar y a resistir. Pero ofensivamente se las arregló para robar un botín preciadísimo. Para Brown, ganarle a Talleres en barrio Jardín, es como entrar al Museo de Louvre y alzarse con un Rembrant en el bolso.
Así se palpaba dentro de un colectivo pintado con el escudo y el nombre. Como para que alguien se percate de que «existen». Brown dio mucho oxígeno a su existencia. Jugó con su esperanza de nominación para un Oscar. Caminó por una alfombra roja de ensueño y ganó en su eficiencia una estatuilla épica.
Coleoni pone tres hombres mas en cancha y suelta su última carta ofensiva con Fabio Álvarez y su frescura; con Anívole y su revancha; con Solferino y su mirada serial. Pero, un penal que alimenta la proeza de darlo vuelta, pone en mínima diferencia a su ignoto rival. Brown juega como sus barcos en el Puerto. Sabe que el mar está picado y sólo queda por controlar un timonel que jamás se perdió.
Talleres revolvió sus aguas con confusión y el técnico abre los brazos impotentes cuando un penal, en contra, le pone a los 8 minutos del complemento la exacta diferencia con la que los del sur desparramaron su aire patagónico. La miseria llama a la puerta para alzarse con todo. Y 20 minutos después el 4-1 con el que castiga de contra el chubutense deja en ascuas los deseos de volver a ser. Y luego el 5-1. No es desesperanza. Es vivir una realidad.
Talleres es un equipo más, de esos que parecen el «Deportivo tal…». Talleres es un nombre común, que parece un producto genuino de una imaginación perdida. Es como suele pasar con las leyendas populares, esas que van de generación en generación.
Talleres luce como una historia poco creíble y fantástica a la vez. Es poco creíble que haya sido campeón de la Conmebol, que haya sido un espectro terrorífico para Boca, River; que este club haya sido un epopéyico equipo que llegó a codearse con los mejores equipos de América en la Libertadores.
Talleres juega un Argentino A como si estuviera sentado en el rincón de una terminal abandonada pidiendo unas monedas. Brown, un equipo sumamente amateur, se hizo dueño de su historia. Ese equipo humilde que tiene un colectivo pintado con el nombre de su institución, con el escudo en el frente, como si se tratara de una bandita ignota de rock que sale a hacerse conocer, llegó a Córdoba a ver qué pasaba.
«Esto es un sueño, relatar goles de Brown ante Talleres es realmente algo inimaginable», cuenta el cronista del sur que vino a sumarse a esa noche de cenicientas. En Talleres se van con la cabeza gacha, con la tristeza que es mucho más que una palabra. Tres expulsados, un descalabro insospechado, el peor final de su historia.
El adiós a una ilusión. Talleres no es Talleres. Talleres no es lo que fue. Talleres es esto, la peor mueca de su vida. Es un boxeador hinchado, en su fracaso, sumido en los recuerdos de que fue el más grande, pero del que hoy algunos apenas pueden reconocerlo.
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