RETRATO DE LA CAPITAL LIBIA, ENTRE LOS «VOLUNTARIOS» DE KHADAFI Y LOS REBELDES QUE AGUARDAN
Como en una historia de Graham Greene, la ciudad alterna encuentros secretos con islas de tranquilidad, opositores perseguidos y rumores imposibles de confirmar. Una viñeta de lo que puede ser la caída de un régimen.
Saliendo apurado de la plaza Verde hacia la calle Souk al Mushir para un encuentro furtivo con un opositor a Muammar Khadafi, uno se encuentra frente a una hilera de diez maniquíes idénticos, los rostros de cera de jóvenes mujeres estilo esfinge, vestidas con una serie de coloridos pañuelos de cabeza, de un negocio cercano. Quizá sean los tiempos anormales o quizá son los folletos en las calles exhortando a miembros del público a que informen sobre «elementos destructivos o sospechosos», pero hoy parece haber algo siniestro sobre el despliegue de los muñecos, como un cierto leitmotiv de un film noir de los cuarenta, Carol Reed, por ejemplo. Trípoli en 2011 no es ni remotamente parecida a la Viena de posguerra de El tercer hombre. Pero es una irresistible reminiscencia del mundo evocado por el creador original de la historia, Graham Greene.
Por cierto que estamos en Tierra de Greene. Quizá sólo el autor que cobra vida en Los comediantes en el Haití de Papa Doc o Nuestro hombre en La Habana en la Cuba de Batista podría hacerle justicia a la pesada atmósfera que se siente en Trípoli en lo que pueden ser las últimas semanas del reinado de Khadafi. Los jóvenes de las milicias civiles –a los que el coronel alardea que les abrió los arsenales nacionales– pueden no ser exactamente Tonton Macoutes de Duvalier, pero la mezcla de lo pintoresco y lo amenazador en Medina y a lo largo de la Corniche es algo que Greene hubiera reconocido inmediatamente.
En el rico elenco de personajes a su disposición, uno de los menos coloridos es el hombre de mediana edad a quien vamos a encontrar en la ciudad vieja: en realidad está apresado en la telaraña de esta ciudad como el mejor. Fue uno de los que hace casi un mes, cuando parecía que Trípoli se iba a levantar, estaba en una manifestación anti Khadafi que llegó a la plaza Verde antes de ser reprimida. Habla en el argot del país europeo en el que vivió durante una década. El también es un libio patriota.
«Borren mi número de teléfono», nos manda. «Lo pueden aprender de memoria.» La conversación es tranquila, amigable y tentadoramente breve, terminó cuando sintió que alguien pasaba demasiadas veces por nuestro punto de reunión. «El problema aquí es que nadie confía en nadie. Podían ser tres de ustedes y tendría miedo de que uno hablara: ahora hay un poco más de confianza (entre opositores activos al régimen)», dice. Piensa que aquellos en las misiones que impusieron la zona de exclusión aérea han estado haciendo un «buen trabajo» y que hay grandes posibilidades de que Khadafi caiga; quizás hasta se suicide.
Algunas de sus afirmaciones, y las de otros opositores, son tan difíciles de verificar como las del régimen: que los jóvenes «voluntarios» fueron pagados para formar milicias leales, que están drogados y alcoholizados, que los cadáveres exhibidos como bajas civiles fueron traídos del frente de Zawiyah. Pero mientras dice que sólo el 25 por ciento realmente apoya a Khadafi, están aquellos, particularmente jóvenes, que nunca conocieron a otro líder y piensan que «él está en su sangre». Hay muchos devotos que perpetúan esa impresión, más allá de la presencia del Hermano Líder mismo, con sus denuncias divagantes sobre los adolescentes drogados, «ratas y alimañas», «colonialistas» sobornados por Al Qaida que, trata de convencer a su pueblo, son los únicos enemigos del régimen.
Ellos también serían miembros cruciales en el elenco de Greene.
La lista podría incluir a Milad Hussein, un vocero del ejército delgado y canoso, de unos 50 años, que tiene un aire maoísta en el vestir y en la seguridad ideológica. Hussein también es el oficial a cargo de los «cursos revolucionarios y guías morales» de las fuerzas armadas, un hombre a su manera lo suficientemente honesto para admitir que muchos de los que tomaron armas de las bases militares eran libios que sabían dónde buscarlas por su servicio militar.
También podría incluirse la implacable figura de Majdi Daba, un dentista libio de 42 años convertido en entrenador de los caballos de carrera ucranianos de un partidario ultrapatriótico de Khadafi, a pesar de su larga ausencia del país. Daba no insiste, como muchos de los partidarios de Khadafi lo hacen, en señalar la educación gratuita de Libia y el cuidado de la salud. En cambio hizo la sorprendente afirmación de «lo quiero porque hizo una nación libre».
En una tradicional casa de té no se nota una intranquilidad obvia. Muy cerca del mar, ahí nadie habla de política. La atmósfera y el infaliblemente amable mozo de Mali son placenteramente tranquilos. La televisión muestra fútbol con el volumen bajo. «Todo antes de los bombardeos era ciento por ciento», insiste un cliente. «Pero ahora se puede ver que la gente está apagada.»
Pero el dueño del negocio, que raramente nos da su nombre, dice –siempre que ningún libio esté escuchando– que él también apoya la zona de exclusión aérea, que Khadafi es un «desastre» y que los «voluntarios» son pobres chicos de los suburbios humildes de Buslin y Hadba que necesitan dinero. «Todos los profesionales, médicos, ingenieros, están en su contra. Si esta intervención militar internacional sigue durante unos días, sus defensas se caen, y si la oposición llega del este, entonces la gente aquí hará algo. Pero todos están en silencio porque tienen miedo.»
Y tienen razón, dado que Human Rights Watch informó recientemente que hubo un número desconocido de arrestos de opositores en la ciudad y que su destino es desconocido. Los «sí» del dueño del negocio son muchos, como él lo sabe muy bien.
Cuando dejamos la calle Souk, un cambista del mercado negro nos pregunta de dónde somos. «Trípoli está tranquila, ven. Igual que Londres», dice con una sonrisa. Bueno, sí, el Londres del Agente confidencial, quizás. O Una pistola en venta.
* De The Independent de Gran Bretaña
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