Lluvia de impotencia. La T perdía y le alcanzó para empatar con San Martín. En medio de un aguacero, un premio injusto para la gente
La misma canción que gira y gira en una voz raspada. Talleres es la melodía desencadenada de la nostalgia de un bar de vidrios rotos y con una lamparita que alumbra vasos de un vino denso. Talleres es esa canción que se queda en los primeros compases y que ilusiona por su intención, pero al final es esa misma canción, con las mismas notas, con los mismos tonos y con una desazón que va bajando toda empapada de frustración desde la tribuna. Rayos. Centellas.
Apenas otra noche de puros refucilos. De un bla bla bla que hace llover sobre mojado como dice la canción de Fito Páez y Joaquín Sabina. Es que es eso, por momentos una esperanza dulce como el humo de un sahumerio, pero no, es apenas el llanto en silencio debajo de las sábanas. Talleres enamora eternamente.
Pero no conquista nada. Hoy es así. Este debut de local de Sialle como DT por primera vez ante el gran público, erizó por sus carencias. Esa lluvia que caía tan pesada y que se hipermultiplicó en el complemento, fue el telón de otra tristeza. Amagues de alegrías en el campo de juego.
Porque Sialle hizo lo suyo. Y el equipo respondió siempre desde su confusión. Porque fue un primer tiempo iluminado por ese tuquito que es Claudio Francés, desbordando, tirando un poco de chispas, pero nada más. Porque en el segundo tiempo la cosa no cambió demasiado.
Los rayos caían como imagen de fondo. Las luces venían de ese lado. Los hinchas no podían entender por qué, otra vez. Talleres perdía por ese error que dejó descolocado a Michael Etulain con un remate que lo agarró mal parado, sin cálculo ante un disparo de larga distancia. Ese 1-0 era tan denso como el agua que los hacía chapotear en la escasez. Correr y buscar como armar algo. Pereyra en cancha no fue garantía de juego. La línea de tres entonces con la que quedó plantado el albiazul al menos invitaban a una contra espeluznante.
Y los casi se amontonaban en la medialuna de la T. Pero nada pasaba a mayores. Ni Agustín Diaz ni Fabio Álvarez luego dieron ese respiro ante la floja impronta ofensiva. Ni remates. Ni desbordes. Apenas unos centros, y por ahí si había un hueco ver si se podía patear. Nada más. Batallaban contra el agua, contra la tormenta, contra la desesperanza de la gente, húmeda hasta la médula, mojada por esta malaria que no para. La victoria se hizo cada vez mas lejos. Más imposible, mientras los tucumanos tarareaban esa zapada que les tocó en la escena. Arrancar y ver como venia la mano, así los 90 del partido. El empate por fin llegó. Pero no hubo nada plácido en esa jugada. Era el gol nada más. Riaño empujó tras un remate de Sáez. Podría ser de las situaciones contadas con los dedos de la mano que la T pudo tenerlos en sociedad. La lluvia era una bambalina incesante. Y la bronca se mudó a vivir con la impotencia.
Los hinchas empujaron. ¿Entendieron lo que esos tipos y tipas dieron en la tribuna? Sí, sí, jugaron de verdad. Contra el viento. Contra el frío. Contra el agua.
Pero Talleres no jugó. El rival también juega. Por eso no se ganó. Por eso no se pudo. Por eso bla bla bla bla… en la soledad al cuadrado, llueve sobre mojado.
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