La historia de Homero, Marge, Bart, Lisa y Maggie comenzó a contarse en unos cortos de apenas 30 segundos que, a modo de separadores comerciales, vieron la luz allá por 1987.
Tres años pasaron para que la cadena estadounidense Fox convirtiera la tira animada en una serie y nadie puede argumentar que a los ejecutivos del canal les faltó olfato para el negocio: 22 temporadas y más de 480 episodios después, «Los Simpson» se han convertido en uno de los mayores fenómenos televisivos de la historia.
La serie suma 15 millones de seguidores en Estados Unidos y unos 60 millones en el resto del planeta, lo que ha generado un negocio multimillonario en concepto de merchandising y la ha posicionado año tras año entre los diez productos televisivos de mayor consumo, según los ránkingsde Nielsen Media.
Más allá de la pantalla, los personajes ideados por Matt Groening hace rato hicieron pie en el mundo real. «Doh!», el gruñido recurrente de Homero, se coló en el diccionario de Oxford como una interjección válida del idioma inglés.
La familia amarilla también tiene su espacio en el paseo de la fama de Hollywood con una estrella con apellido propio y, entre los honores conseguidos, quizás el más notable es el de «mejor show televisivo de todos los tiempos» otorgado por la revista Time.
Familia muy normal
Los Simpson son, ante todo, una familia cualquiera. Reconocible, normal, potencialmente igual a la de sus espectadores primordiales, los estadounidenses.
La obsesión por la comida, los dilemas religiosos, la vida del supermercado, la escuela y el bar son parte de la dinámica cotidiana de Springfield, el pueblo-escenario de la serie del que nunca se conoce la ubicación geográfica precisa. Una estrategia, dicen los expertos, para que el sitio pueda ser cualquier ciudad o ninguna.
Es la historia «de una familia estadounidense en toda su belleza y su horror», según la define su productor ejecutivo, James Brooks. Parte del secreto reside, entonces, en su «normalidad» (de hecho, Groening ha revelado que se inspiró en sus propios parientes para crear personajes).
Y en ese espejo también se ven las sombras que las sociedades prefieren a veces ignorar de sí mismas. No por casualidad el ex presidente George Bush expresó públicamente su rechazo en 1992: «Vamos a intentar fortalecer la familia estadounidense, hacerla más parecida a los Waltons (otra serie televisiva, de un grupo familiar idílico) y menos parecida a los Simpson».
Sin fronteras
Pero, ¿cómo es que las aventuras dibujadas de una familia estadounidense de clase trabajadora que relata mayormente escenas hogareñas se convirtió en un acontecimiento internacional?
La era de la televisión global ha jugado su parte: vendida a señales de TV del mundo entero, las voces de Homero, Bart y los suyos se escuchan en decenas de idiomas. El estilo de vida que refleja, ese «American way of life» de la ciudad promedio de EE.UU., también es parte de un imaginario colectivo trasnacional.
Tanto es así que el niño Bart –como metonimia del programa- fue elegido uno de los 100 personajes más influyentes del siglo XX por Time, junto a figuras como Picasso, James Joyce o los Beatles.
La serie tiene elementos fácilmente reconocibles desde la sala de cualquier hogar del planeta, como las alusiones a la cultura pop o las veladas críticas políticas sin banderas.
«Su puesta en escena (es) en un Springfield con características propias de la modernidad y el estilo de vida capitalista, un pueblo-ciudad en el que se mantienen las luchas de clases, las desigualdades sociales, un mundo ideal de problemas y soluciones sin alteración del orden socioeconómico», dice Juan Pablo Marín, autor del libro «Detrás de los Simpsons» (2006).
Mientras que algunos han calificado de disfuncional a Homero, su cónyuge y sus vástagos, otros consideran que en realidad los personajes reflejan los vínculos tal cual son -el padre no siempre es bueno, la madre no siempre es generosa, los niños no siempre son inocentes- y en ello reside su éxito más allá de toda diferencia cultural.
Asimismo, son personajes que –como sus televidentes- están a merced de las fuerzas del mundo moderno, desde el consumismo hasta la publicidad o la política.
«Uno necesita historias cotidianas que permitan iluminar los fundamentos teóricos. En el pasado, esa función cultural la cubrieron las historias bíblicas, los mitos griegos… ¿En qué historias comunes podemos apoyarnos hoy? El mejor ejemplo son los Simpson», afirma el profesor Daniel Bonevac, quien usa la serie en sus clases en la Universidad de Texas.
Para los que quieren reír, para los que quieren pensar, para los que se reconocen en el promocionado estilo de vida estadounidense o los que lo rechazan de cuajo, los Simpson y sus vecinos de Springfield tienen algo para dar, en una serie que ha sabido construirse como un reflejo fiel, y cruel, de la vida misma.
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