La Voz llegó a un campamento de las Farc en Colombia, oculto en el Amazonas, para compartir tres días con la última guerrilla del continente. Qué piensan, qué hacen y cómo se preparan para abandonar la lucha armada, tras medio siglo de guerra civil.
El último hogar
El Amazonas colombiano está lleno de misterios, pero abriga tres certidumbres: siempre llueve, siempre hace calor, siempre hay barro.
No importa. El medio día en lancha más las horas caminando bajo un sol que descompone tienen una meta.
Oculto entre la arboleda más tupida de esa zona aislada del mundo, casi en la frontera con Perú, emerge el campamento que seguramente será el último hogar de las Farc en sus 52 años de insurgencia armada.
La primera impresión es la mezcla de mundos: los hombres con remeras de fútbol y las chicas bien arregladas y con pantalones de colores chocan contra la severidad de las tiendas verde oliva, los uniformes, los fusiles kalashnikov colgados en cada árbol y las mochilas de campaña llenas de pertrechos.
Esto último debería dejar de existir en poco tiempo, a partir de los históricos acuerdos de paz entre el gobierno colombiano y la milicia armada. Sin embargo, sobrevienen las dudas: en ese pedazo de monte domesticado, muchos de esos guerrilleros que se maravillan de ver una GoPro por primera vez, jamás transitaron por una ruta asfaltada.
¿Qué hacen ahora? ¿Cómo se preparan para retornar a la vida civil?
Clandestinos
La tensión de la guerra dejó lugar a una tranquilidad inédita en el campamento.
El mail llegó el viernes 19 de agosto, en Bogotá, tras semanas de insistencia. Contenía las instrucciones y los contactos para llegar.
Al otro día comenzó la aventura por la región más profunda de Colombia. Después de cuatro horas en lancha desde Puerto Leguízamo arribamos al Mecaya, un paraje de 300 campesinos a los que sólo distraen el billar, el vallenato a todo volumen y la bebida. Tras tres horas de espera apareció el “camarada T.”, con quien emprendimos otra hora en bote por brazos pluviales de hasta un metro de ancho, entre vegetación cerradísima, hasta llegar a un puerto de vigilancia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia – Ejército del Pueblo (Farc-EP). Desde allí, otra hora caminando hasta arribar a destino.
–Bienvenido, camarada –saludó Pedro, un guerrillero que arreglaba tablas en el corral de chanchos del campamento.
La recepción oficial es de Yudit, una robusta guerrillera que gestiona las actividades del campamento. Estira la mano con amabilidad. Hace un esfuerzo para no reírse del despojo que le responde el saludo, envuelto en sudor y barro, y sin aliento.
“Bienvenido, camarada, siéntase libre de ir por donde quiera, de hablar con quien guste”, aclara.
El campamento se levantó hace tres meses. Es la primera vez que se quedan en un solo lugar más de dos días. Antes del cese bilateral del fuego, en junio pasado, se movían contantemente para no ser bombardeados desde el aire.
Ahora todo cambió. Hay una tranquilidad inédita. Las guardias se mantienen, pero desapareció la tensión propia de una guerra.
“Hemos estado empeñados en la actividad militar mucho tiempo; cambiar ese modo de vida y de ritmo no será fácil. Pero tendremos que adaptarnos”, promete Martín Corena, jefe del Bloque Sur de las Farc. Su tienda es apenas más amplia que la del resto de los guerrilleros. Come en un espacio aparte, con su guardia cerca, la misma comida que el resto: arroz, plátano frito, huevos, yuca, caldo de gallina con frijoles. Todo criado y cultivado en los alrededores.
“Estamos decididos a hacerlo. Le pido a la población que confíe en nosotros. La guerra es desastrosa como para persistir en ella”, invita Corena.
Un largo recorrido para llegar
La rutina
Los guerrilleros abandonaron el entrenamiento militar y se preparan para volver a la vida civil.
A las 5 de la mañana, el canto de los gallos contagia al resto del zoo y, por ende, a la guerrillerada. A las 6 todos forman de frente hacia una tarima desde la que Yudit –o el comandante- dan las indicaciones generales, que luego se repiten por unidad.
Se desayuna a las siete, casi lo mismo que se come al mediodía, más un tinto (café). A las 8 todos parten a entrenar, pero –y esta es la gran novedad- lejos del campo de batalla.
Desde hace meses se preparan para otro tipo de actividad: la mayoría trabaja en el campo o construyendo corrales y ranchos, otros con el ganado, algunos en la sastrería –que dejó de coser uniformes y sólo prepara ropa civil-, varias chicas manejan la cocina. Cada tanto se imparten cursos de contabilidad, de veterinaria, de enfermería, de agronomía. Saben que deberán militar políticamente, pero también conseguir un trabajo. Y prefieren que sean actividades que los mantengan cerca de la gente.
El regreso al campamento comienza a las 16. Y al rato, uno de los momentos de mayor sosiego en este espeluznante calor: el baño en el arroyo, de unos 20 centímetros de profundidad. Se hace a baldazos, y la ropa interior se lava puesta.
La cena es muy temprano. Luego, algunos miran la tele –en este caso, domingo 21 de agosto, el final de las Olimpíadas. Lo hacen en “el aula”, un salón con Direct TV.
Ya oscureció hace rato. A las 21 todos duermen, menos la guardia. No hay electricidad. Un grupo electrógeno alimenta una heladera y la tele. Ahora se permiten unas pocas linternas –ya no hay enemigos a los que delatar la posición. De todos modos, la luna llena alumbra como un fogonazo.
Infancia y pobreza
Muchos se unieron a la guerrilla porque no tenían otra opción en zonas pobrísimas y olvidadas.
Gisela calza una remera de gimnasia negra. Yuderli, una celeste furioso. Tienen aros. Se pintan las uñas. Llevan pantalones de colores. La forma de vestirse también es un reflejo del cambio, tras décadas de riguroso verde camuflaje.
La mayoría de ellas son muy jóvenes.
“Tengo 22 años y hace 9 que entré las Farc”, dice Mónica, que aparenta aún menos.
“Vengo de una familia campesina. Vine para hacer algo ante la necesidad de tanta gente”, discursea. Cocina para el comandante. Dice que quiere ser enfermera.
Otras historias nacen en el dolor: “Los paramilitares mataron a mi padre, a mi hermano y a un tío. Decidí venirme hace 12 años para pelear desde acá”, cuenta Elizabet, de 30.
Yuderly se incorporó a la guerrilla a los 19. Benjamín, a los 18. Casi al mismo tiempo que Jason. Al menos en este campamento, de unos 70 guerrilleros, no se ve gente más joven que ellos.
El reclutamiento se frenó en enero pasado.
Uno de los lugartenientes de otro frente fariano, de visita esos días en el sur, admite que mucha gente se unía porque no tenía otra opción en zonas pobrísimas y olvidadas, sin electricidad, sin trabajo, sin caminos. Y que el compromiso viene después, si viene.
La mayoría no tiene más que primaria.
Sólo el viaje para llegar hasta el campamento de las Farc muestra la realidad de una carencia estructural cuyo destino sigue siendo incierto. Hay que pasar por poblados aislados a los que sólo se puede llegar en una lancha que pasa una vez por día. No hay rutas terrestres. A veces no llega ni la electricidad. Ni hablar de internet. No hay Estado, hay Farc. O “paras”. O narcos.
El objetivo pactado es reducir la pobreza rural 50 por ciento en 10 años… El acuerdo de paz es apenas un comienzo.
Ag. de Noticias: La Voz
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