LIBIA SE SUMA A IRAK Y AFGANISTAN COMO BLANCO DE BOMBARDEOS. Francia y Gran Bretaña llevaron hasta un final tardío su idea de instaurar una zona de exclusión aérea. Estados Unidos les transfirió la responsabilidad de la acción principal a los europeos y los árabes.
Muammar Khadafi bajó definitivamente del altar al que la gula occidental, los petronegocios y la desfachatez del sistema financiero internacional lo habían izado. El tirano, que durante casi dos décadas fue el «enemigo número uno» de Occidente para luego convertirse en el vistoso aliado de sus enemigos de antaño, volvió a su estatuto primigenio. La resolución adoptada por el Consejo de Seguridad de la ONU no deja ningún intersticio para la ambigüedad: el dispositivo militar ya está preparado y sólo faltaba la famosa «base jurídica» reclamada por la OTAN. París y Londres llevaron hasta un final tardío su idea de instaurar una zona de exclusión aérea para neutralizar la aviación de Khadafi.
Las provocaciones mutuas tornaron inevitable la participación árabe-occidental en una nueva cruzada militar contra un país árabe. Libia se suma así a Irak y Afganistán a la lista de países que pasarán una temporada bajo las bombas de una coalición donde el poderío militar de Occidente marcará las orientaciones. Era necesario el voto a favor de 9 de los 15 miembros del Consejo de Seguridad y también que ninguno de los integrantes permanentes del Consejo vetara la resolución. China y Rusia se abstuvieron y con ello abrieron paso al operativo militar. La comunidad internacional, fragmentada, salvará al filo de la navaja a la ya asfixiada oposición libia. Cercada en su feudo de Benghazi por las fuerzas leales al régimen, la participación directa de Occidente era la única carta que podía sacarla del despeñadero. «Prepárense, esta noche llegamos», había dicho Khadafi a los habitantes de Benghazi. Tal vez, las primeras en llegar sean las bombas occidentales ayudadas por algunos países árabes, como Emiratos Arabes Unidos, Qatar y Egipto. Washington logró su propósito: transferirles la responsabilidad de la acción principal a los países vecinos, es decir, los europeos con costas mediterráneas y los árabes. Francia y Gran Bretaña, promotores de la resolución, asumirán la mayor parte de la responsabilidad de Occidente, pese a que Estados Unidos es la fuerza dominante en el seno de la OTAN.
No es seguro que la guerra total sea la apuesta definitiva. El Guía Supremo de la desgastada revolución libia supo dar marcha atrás al borde del abismo. A partir de 2003, Khadafi ya demostró su sentido del realismo cuando, impresionado por la invasión de Irak y la captura de Saddam Hussein, retrocedió en su principal proyecto, la acumulación de armas de destrucción masiva, y reconoció su responsabilidad en dos atentados: contra el avión de PanAm que explotó sobre la localidad escocesa de Lockerbie (1988, 270 muertos) y contra el avión francés de la compañía UTA (1989, 170 muertos). Ese fue el inicio del idilio público entre el coronel y sus jueces de años anteriores. Inversiones y visitas de Khadafi a las grandes capitales del mundo y viajes de los demócratas a Trípoli consagraron el retorno del coronel al «eje del bien». O sea, los negocios seguros aunque las manos que firmaban los contratos estuviesen manchadas de sangre.
Puede que hoy haga lo mismo. La resolución de la ONU es amplia y explícita. La OTAN y la Liga Arabe apoyaron la instauración de una zona de exclusión y ello los convierte en aliados directos de la intervención. Presionado desde el interior por los rebeldes, ahorcado por el cielo y cercado desde el mar, Khadafi tiene las horas contadas. Khadafi le ha ofrecido la represión salvaje a su pueblo y una fuente de agua bendita para que Occidente lave su mala conciencia. No cabe ni la más remota duda de que los armas ya están preparadas. Anoche, tanto el primer ministro francés, François Fillon, como el jefe de la diplomacia, Alain Juppé, adelantaron que la fuerza se emplearía en cuanto la resolución estuviese aprobada. Alain Juppé precisó incluso el modo operativo: «Está excluido que se haga algo en tierra. Está claro. La alternativa se desprende sola: es la utilización de la fuerza aérea». Tal vez Khadafi calculó mal la convicción de sus socios del Oeste. Pensó que sus divisiones profundas y sus debilidades morales y energéticas le permitirían aplastar la revuelta con un costo mínimo. Occidente también se equivocó con él y con las capacidades reales de la oposición. Las demoras y ese doble error desembocaron en centenas y centenas de muertos, destrucción y el éxodo de centenas de miles de personas hacia las fronteras.
El movimiento democrático libio terminó condicionado a la peor opción para triunfar: sacar a Khadafi con el respaldo de fuerzas extranjeras. Los movimientos de unos y otros condenaron a la contrarrevolución libia a una asistencia extranjera: Khadafi no dejaría el poder sin matar y sin mofarse de la OTAN y la ONU. A su vez, Occidente no podía dejarlo ganar sin quedar en ridículo. Khadafi ha sido un socio perfecto, en la paz y en la guerra. Su previsible derrota se forjó según sus condiciones. Mató a su pueblo sin concesiones y provocó a Occidente para que vinieran a buscarlo. La historia se vuelve a repetir con una puntualidad sangrienta, como en Panamá, Irak o Afganistán: otra vez hay que armar una coalición y arrojar bombas para extirpar un mal que se fue arraigando con la complicidad y hasta la ayuda directa de quienes hoy se alistan para suprimirlo. Noriega fue un aliado de las potencias, lo mismo que Saddam Hussein en Irak y los talibán en Afganistán.Apartarlos del poder costó miles de vidas humanas inocentes. Khadafi y sus socios tardíos hicieron pesar sobre el pueblo libio el mismo y repetitivo destino.
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