¡»Queremos al ejército egipcio!, ¿por que no está nuestro ejército aquí?», gritaban miles de refugiados, pobres y enfermos que huyeron de la derrotada dictadura de Khadafi. Despotrican en el puesto fronterizo tunecino. Son personas de El Cairo y Alejandría y Sohag y Assiut y mil pueblos del Delta, todos con sus equipajes monstruosos, absurdos, con sobrepeso de ropa y sábanas baratas. Hay miles de egipcios, trabajadores rurales en Libia, que han salido hacia Túnez.
El ejército egipcio no puede venir a Túnez, por supuesto, para rescatar a decenas de miles de sus compatriotas que tratan de abrirse paso hacia la frontera. Sólo una fragata negra de la marina egipcia partió ayer, llevando a mil mujeres y niños a sus hogares a través de mares agitados y ventosos.
Pero la miseria en la frontera es peor que cualquier barco providencial. Cerca de siete u ocho mil personas –las cifras son tan imperfectas como incapaces de trasmitir tanto sufrimiento– se apretujaban hasta la última barrera libia y dentro de Túnez. Los libios los golpeaban y luego hacían lo mismo los jóvenes tunecinos, porque suponían que llegaban a desplazarlos de sus empleos en la cercana ciudad de Túnez. Los egipcios no estaban buscando trabajo, tampoco los miles de bangladesis sin embajada en Túnez, ni los chinos, ni los filipinos. Esta era la miseria de lo que una vez llamamos el Tercer Mundo, la miseria de los que llegan sin trabajo y sin techo empujados por un dictador de verdad del Tercer Mundo.
Un joven de la policía de seguridad tunecina, con una chaqueta de cuero negra y anteojos de sol y con un rifle Steyr, comenzó a gritarles a los periodistas. «¿Ven cuántos son? ¿Cómo puede hacerse cargo Túnez de todos estos miles?» Y los podíamos ver en el lado libio, empujando contra una pared de concreto, eclipsados por la estación aduanera de techo verde de Libia. Los oficiales del ejército tunecino maldecían a los policías por poner en evidencia la difícil situación de su propio país.
Pero también había muchos tunecinos amables. Llevaban en sus propios automóviles a los trabajadores rurales egipcios hacia un campo de refugiados recientemente instalado. Daban visas temporarias a aquellos que habían ido al aeropuerto de Jerba para volar a El Cairo y al puerto en Jerjes. Trajeron pan y agua y frazadas a la frontera.
Un funcionario de la Cancillería egipcia, con una remera blanca con una bandera egipcia cosida, nos dijo que había venido como voluntario para ayudar a su propio pueblo –algo que no se hubiera esperado bajo el corrupto viejo régimen de Mubarak– y él también elogió a los tunecinos.
Si cien mil refugiados han huido de Libia para Túnez y para Egipto mismo, ¿cómo evitar la máxima figura responsable, la del déspota de Trípoli, el que supuestamente le dio poder en su desgraciado Libro Verde al pueblo? «¡No hay democracia sin congresos y comités del Pueblo en todos lados!», decía una de las frases sin sentido que leí en un poster en Trípoli la semana pasada. Entonces ¿qué pasaba con toda esa gente en Ras Jdir? Nada de congresos o comités para ellos. Sólo el duro camino a casa. Y sólo hubo una fragata con una capacidad para sólo mil almas. Sin embargo, la llegada a Jerjes desde Shalatein, con banderas egipcias y con elegantes marinos egipcios en fila sobre las cubiertas, de alguna manera recuperaba esta crisis del dolor y la destitución. Fue la primera operación militar egipcia desde el derrocamiento de Mubarak, y los marinos sabían que las cámaras del mundo los estaban enfocando. Subían a los niños a bordo, les daban la bienvenida a los ancianos que se apoyaban en bastones, ponían su brazo alrededor de tipos rudos del norte de Egipto.
En el sistema de altoparlantes del barco tocaban «Al-Helmel Arabi» –»El sueño árabe», la vieja canción de la unidad árabe– mientras los ómnibus traían a cientos de migrantes trabajadores egipcios de la frontera, a 80 kilómetros de ahí. Hasta el periodista de la revista de la marina egipcia tomaba fotos de los campesinos de mediana edad y más ancianos, casi todos aferrados a sucias frazadas y bolsas baratas de plástico que contenían todas sus posesiones. Menos de dos décadas atrás, Khadafi echó a los trabajadores migrantes palestinos de Libia, un simulacro de este éxodo infinitamente mayor.
Pero ¿qué sucederá cuando estas apiñadas masas en la frontera tunecina vuelvan a casa? La economía de Egipto será afectada. También la de Bangladesh y Turquía. Pero ninguna como la de Libia misma, cuyos planes de construcción, las centrales eléctricas y las refinerías de petróleo y gas ahora están desactivados.
Cuatro barcos navales egipcios están camino a Túnez, un equipo más grande que el que mandaron los británicos y los estadounidenses para sus propios evacuados. Y ni siquiera así estos barcos podrán transportar la creciente multitud en la frontera.
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