Negacionismo PRO el número de desaparecidos parece un tema que los funcionarios PRO no pueden dejar de mencionar. Esta vez fue el mismo secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, quien se refirió a 7.010 desaparecidos, olvidando documentos históricos.
“Se tienen computados 22.000 entre muertos y desaparecidos, desde 1975 a la fecha”, decía el informe que el jefe de la DINA Chilena, Arancibia Clavel, envió a su país en 1975.
No hay duda de que el secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, es un funcionario eficiente: en una sola semana supo respaldar el pronunciamiento xenófobo del senador justicialista Miguel Ángel Pichetto sobre la inmigración; también urdió con el fiscal general de Jujuy, Mariano Miranda –nada menos que el ejecutor de la oleada persecutoria impulsada en aquella provincia por el gobernador Gerardo Morales–, la forma de torear el fallo de la ONU que exige la inmediata liberación de Milagro Sala.
Y remató ambas proezas al establecer “oficialmente” que en la última dictadura hubo apenas 7.010 desaparecidos. Ni uno más.
Dicho conteo tuvo el propósito de complacer un requerimiento de la ONG ultraderechista Ciudadanos Libres por la Calidad Institucional, encabezada por el abogado José Lucas Magioncalda, un denunciador serial de funcionarios del gobierno anterior.
A tal fin, Avruj apeló a una interpretación antojadiza de las estadísticas elaboradas por un área de su Secretaría, el Registro Unificado de Víctimas del Terrorismo de Estado (RUVTE), cuya base de datos solo incluye legajos de la CONADEP, denuncias previas a 1987, ciertas causas judiciales y un listado de los hábeas corpus. Y él no dudó en difundirlas, a sabiendas de su carácter parcial y, por lo tanto, inservible para toda conclusión cuantitativa.
Pero eso bastó –por caso– para desagraviar al señor Darío Lopérfido, a quien su acting oral de poner en duda la existencia aproximada de 30 mil víctimas le valió el repudio generalizado y una penosa eyección del Ministerio de Cultura porteño.
Un acting en el cual también incurrió el propio Mauricio Macri –en una entrevista con el sitio norteamericano BuzzFeed–, al fundamentar su idea de que los crímenes de lesa humanidad no fueron sino la secuela involuntaria de una “guerra sucia”. A partir de entonces, el escamoteo contable del horror se convirtió en una política de Estado.
Y a esa política, Avruj acaba de ponerle el número. ¿Acaso su objetivo fue armar un debate aritmético al respecto? Un debate que –por su sola realización– pondría en tela de juicio la ética de los organismos de derechos humanos. Así, al fin y al cabo, funcionan las leyes del negacionismo. Sin embargo, entre semejante anhelo y la realidad se interpone el inapelable valor informativo de un añejo paper de inteligencia. Bien vale repasar su letra. Y también, su historia.
El correo del terror
Esa hoja –enviada desde Buenos Aires el 4 de julio de 1978 al cuartel general de la DINA, la policía secreta de Pinochet– había sido escrita con mayúsculas, como si ello acentuara su urgencia. Y consignaba:
“Se tienen computados 22.000 entre muertos y desaparecidos, desde 1975 a la fecha”.
Era el saldo –calculado por los uniformados– de la represión en Argentina, cuando aún faltaban cinco años y medio para el fin del ciclo militar. De hecho, en otro párrafo quedó asentado que ese dato “se logró conseguir en el Batallón 601 de Inteligencia del Ejército”. Y al pie del texto, solamente un nombre de fantasía: “Luis Felipe Alamparte Díaz”.
Para evitar papelones, alguien debería haberle advertido al secretario Avruj sobre ese informe, puesto que fue mencionado el 24 de marzo de 2006 por el diario La Nación, en un artículo de Hugo Alconada Mon titulado justamente “El Ejército reconoció 22 mil crímenes”.
El misterioso “Alamparte Díaz” no era otro que Enrique Arancibia Clavel. Y aquel documento, junto con el resto de su archivo –compuesto por otros 400 informes secretos repartidos en más de 1.500 páginas–, salió a la luz en medio de una trama oscilante entre el drama y la comedia.
El tipo era el station chef local de la DINA. Y como tal, había sido una pieza clave en el asesinato del general chileno Carlos Prats. Además fue el agente de enlace entre su agencia y el Batallón 601 en la coordinación del Plan Cóndor.
Sus propios jefes lo consideraban un embajador en la sombra; en cambio, para los caciques de la inteligencia vernácula, aquel muchacho de 28 años era nada menos que el “espía oficial” de Chile en la Argentina. Él se sentía muy a gusto en dicho rol, sin sospechar que precisamente eso –por una azarosa encrucijada de la geopolítica– sería su pasaporte a la desgracia.
El 24 de noviembre de 1978, mientras Argentina y Chile estaban a punto de entrar en guerra por un conflicto sobre el control de tres islotes en el canal de Beagle, Arancibia Clavel fue detenido por una obviedad: ser un espía chileno.
El hombre de la DINA fue literalmente secuestrado por agentes de la SIDE en su casa, donde convivía con un bailarín que trabajaba con Susana Giménez.
Y su famoso archivo fue hallado en el doble fondo de un placard. Se trataba de capetas agrupadas de manera correlativa, con los detalles exactos de las tareas hechas por la inteligencia pinochetista en territorio argentino. También había una copia completa de sus informes enviados a Santiago.
Y cada una de las respuestas e instrucciones de su jefe, el mayor Raúl Iturriaga Neumann, quien solía suscribir tales misivas con los nombres falsos de “Santiago Copihue”, “Luis Gutiérrez” o, simplemente, “Don Elías”.
Uno de aquellos papers hizo que una patota de la Armada interviniera en el asunto. Era el informe que revelaba un romance entre el almirante Massera con la vedette Graciela Alfano.
Y describía con minuciosidad los regalos que el jefe naval le dispensaba: pieles, joyas y un departamento. Esa infidencia provocó que los marinos se ensañaran con Arancibia, al punto de fracturarle los dedos a martillazos.
Semanas después –por razones propagandísticas–, el gobierno blanqueó su arresto. Y el caso, al igual que las carpetas confiscadas, quedó en manos de un juzgado federal.
A fines de 1981, en virtud a un pedido de la Santa Sede, el espía recuperó la libertad. Pero no sus papeles.
El archivo fue encontrado un lustro después por la periodista chilena Mónica González en un oscuro sótano del Palacio de Tribunales, durante su exhaustiva investigación sobre el asesinato de Prats.
Por ese hecho, Arancibia cayó otra vez tras las rejas en 1996. Y el archivo fue nuevamente una prueba abrumadora en su contra. En 2000, se le dictó una condena a perpetuidad.
No obstante, a mediados de 2007 –por una caprichosa interpretación del “dos por uno”– le fue otorgada la libertad condicional.
Desde entonces, poco se supo de él. Hasta el 28 de abril de 2011. En el alba de aquel jueves, Arancibia fue despanzurrado a puñaladas en su alcoba por un taxi boy. Sin embargo, su archivo, a modo de legado, lo sobrevivió. Pero ya era demasiado tarde cuando Avruj se enteró de ello.
El INDEC del genocidio
Ya se sabe que el negacionismo se refiere a comportamientos y discursos que apuntan hacia la omisión deliberada de hechos históricos atravesados por un grado extremo de injusticia y crueldad.
Claro que si bien ese término ha sido acuñado en referencia al Holocausto judío en la Segunda Guerra Mundial, su concepto se extiende al acto de invisibilizar todo tipo de genocidios.
Es notable que el iniciador de esta corriente, Paul Rassinier –quien en 1950 publicó Le Mensonge d’Ulysse (La mentira de Ulises), una verdadera biblia en la materia– haya sido un resistente francés a la ocupación nazi que sobrevivió a los campos de Buchenwald y Mittelbau-Dorá. Al respecto, se conjetura que fueron sus sentimientos antisemitas los que obnubilaron su visión del asunto.
En el caso del terrorismo de Estado argentino –sin considerar las voces de los involucrados ni las de sus epígonos explícitos–, no es menos notable que nuestra negacionista de entrecasa sea madre de un desaparecido.
Se trata de Graciela Fernández Meijide, quien a mediados de 2009 –y con el propósito de promocionar un libro suyo que acababa de salir– soltó su teoría de las ocho mil víctimas. Una omisión en grado de regateo, basada –al igual que el cálculo de Avruj– en listados incompletos.
En esa oportunidad, el entonces secretario de Derechos Humanos, Eduardo Luis Duhalde, le pasó el lampazo al aclararle que el único registro fehaciente sobre la cantidad de víctimas “solo está en poder de los asesinos”.
Y que por esa razón, tomar las estadísticas públicas como totales “resulta tan falaz como reducir el número de desaparecidos a la cantidad de restos óseos localizados, que apenas superan el número de mil”.
También le explicó que la estimación de 30 mil –convertida en consigna– no es en modo alguno arbitraria, dado que –según sus palabras– responde a “diversas variables”.
Entre otras, al hecho de que la cifra tentativa de cautivos en los tres principales centros de exterminio –La ESMA, Campo de Mayo y La Perla– ya de por sí supera los censos de la CONADEP, en un esquema donde hubieron otras 497 mazmorras clandestinas debidamente identificadas.
Y un plantel de 150 mil represores. Además, no se privó de refrescarle el informe de Arancibia que –a diferencia de Avruj– el sí conocía. Por último, le deseó suerte a la señora con su nuevo libro, el cual, por cierto, se vendió poco.
Por toda respuesta, ella se llamó a silencio.
Ahora, en cambio, comenzó la era del “negacionismo estatal”. Y mediante una suerte de INDEC del terrorismo de Estado. Una impostura basada en los mágicos principios de la “posverdad”, que privilegia el impacto emotivo de una información en desmedro de su veracidad. Como los falsos helicópteros de la policía porteña y las travesías presidenciales en colectivo. Delicias de la “nueva política”.
Fuente: Ag. Noticias (N.V.)
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