Debido a las acusaciones de corrupción en su contra, el regreso del ex secretario de Transporte a la política es una vergüenza
No hay dudas de que ser la cara de la corrupción kirchnerista no es un impedimento para intervenir en la campaña política del oficialismo. Así lo prueba la reaparición pública del ex secretario de Transporte Ricardo Jaime, el lunes último, en Córdoba, en el acto de asunción de las nuevas autoridades del oficialista Partido de la Victoria de esa provincia.
Jaime se encuentra investigado por presuntos actos de corrupción en 19 causas y está procesado en algunas de ellas y elevado a juicio en una por el presunto cobro de dádivas o coimas durante su gestión. En otro de los sumarios se investigan correos electrónicos hallados en la computadora de su asesor Manuel Vázquez, en los que se habla del posible cobro ilegal de sumas de dinero.
Es cierto que, desde el punto de vista legal, la presunción de inocencia no se pierde cuando alguien es acusado ni cuando es procesado. Sólo se pierde cuando se está ante una condena que, a su vez, debe ser confirmada.
Pero en el caso de un funcionario de importancia como ha sido Jaime, quien, además, era muy allegado al ex presidente Néstor Kirchner, debería existir por lo menos un obstáculo de tipo moral que impidiera su participación activa en política. Y si la moral de Jaime no fuera suficiente para impedírselo, tendría que ser la moral de sus jefes políticos la que debería hacerlo.
No fue así y eso dice mucho acerca de cómo concibe el kirchnerismo el ejercicio de la política y de la función pública. No hablamos aquí de abstracciones, porque la diputada Diana Conti, otra estrecha kirchnerista, le puso palabras a esa torcida moral al ser consultada sobre la presencia del ex secretario de Transporte en el acto cordobés. «Seamos piadosos con el compañero», respondió Conti.
Es tal el disloque ético que sufre el oficialismo -o, peor, que tal vez forma parte de su esencia- que llega al extremo de considerar digno de piedad a quien tuvo que renunciar por las graves imputaciones de corrupción en su contra y cuyo futuro judicial luce negro pues, por ejemplo, aún no logra justificar ante la Justicia cómo obtuvo sus bienes más valiosos.
¿Será que, en la peculiar y viciada filosofía kirchnerista, es digno de compasión el ex funcionario que no tomó los recaudos necesarios para esconder debidamente esos bienes? ¿Tal vez es merecedor de la conmiseración oficialista por el hecho de haber sido descubierto y tener que rendir cuentas? ¿O porque personajes así sirven de espejo y anticipan lo que podría ocurrirles a otros funcionarios y ex funcionarios?
Piedad, la piedad que invoca y pide Diana Conti para su compañero caído en desgracia significa, entre sus diversas acepciones en los diccionarios de la lengua,»amor entrañable» y «amor y respeto». ¿Amor y respeto por el presunto enriquecimiento de Jaime?
Evidentemente, para el kirchnerismo este personaje que, como dijimos, encarna las sospechas de corrupción en el actual régimen sería una suerte de galardón o trofeo que es preciso mostrar y del que cabe hacer alarde y ostentación.
De otro modo, no se entiende que el 2 de noviembre pasado, en el primer acto público que la presidenta Cristina Kirchner encabezó en Córdoba tras la muerte de su esposo, Jaime se sentara en la cuarta fila, y ahora apareciera en primer plano y encargado de tareas de peso en el esquema oficialista de la provincia.
Tampoco hay que descartar que se trate de un gesto para contenerlo y que el día de mañana no involucre en sus declaraciones a otros funcionarios de más envergadura. O, finalmente, que sea un gesto dirigido a otros que pueden llegar a correr su suerte, para que sepan que el calor del poder no los abandonará y que, aun procesados, elevados a juicio y con varias causas pendientes, seguirán contando con el amor y la piedad de los jefes. Como en la mafia.
Comentar post