Desde el Gobierno admiten que no logran controlar a las fuerzas de seguridad, y que están “infiltradas” por organizaciones criminales. Los papelones de Patricia Bullrich, la estrategia diferenciadora de Vidal y la mayor represión sobre la población civil.
Corría la mañana del 22 de octubre cuando el diputado mendocino Luis Petri (UCR-Cambiemos), al ser entrevistado en el programa radial de su provincia, Tormenta de ideas, soltó casi a boca de jarro: “El Ministerio de Seguridad está infiltrado por organizaciones criminales”. Una dramática revelación que no fue debidamente valorada por los medios nacionales ni por la opinión pública.
Al legislador le habían preguntado sobre las graves inexactitudes en las que su titular, Patricia Bullrich, suele incurrir con creciente frecuencia al informar ciertos hechos a la ciudadanía y a la propia Casa Rosada.
Y Petri –su espada y vocero en la Cámara Baja, además de presidir allí la Comisión de Seguridad– amplió: “Ella es una tremenda trabajadora, pero la hacen equivocar, le pasan pistas falsas y la llevan a seguir líneas investigativas erróneas”.
Atribuyó tales maniobras tanto al “sistema penitenciario” como a “todas las fuerzas federales y provinciales de seguridad”.Finalmente, recurrió a un escandaloso ejemplo: la denuncia contra el ahora restaurado director general de Aduanas, Juan José Gómez Centurión. Un caso que sacudió a la alianza en el poder.
Y dijo: “Si te dan información falsa y si uno confía en la fuente, vas a caer en el error. Pero en donde se originó el dato habrá que aplicar una cirugía mayor”. Así, sin nombrarla, acababa también de incluir a la Agencia Federal de Inteligencia (AFI) en el eje del mal.
Sin duda, un notable “sinceramiento”. Porque nunca antes una voz oficial –y la de Petri lo es, dada su intimidad con la señora Bullrich– supo admitir con tal elocuencia la absoluta falta de control gubernamental sobre el conjunto de las agencias policiales del país y la central de espionaje que –al menos, en teoría– reporta directamente a la Presidencia.
De modo que las autoridades macristas demoraron más de diez meses en detectar esa disfunción política. Pero aún así, no con un diagnóstico certero.
Delicias del Estado punitivo
No hay duda de que esta problemática ya desvela a los actuales inquilinos de los niveles más elevados del Estado. Prueba de ello es que, durante la segunda semana de octubre, una atribulada Bullrich citó con urgencia a los integrantes de su mesa chica en la sede ministerial de la avenida Gelly y Obes para tratar el asunto.
Entre los presentes se encontraba el segundo de esa cartera, Eugenio Burzaco y el secretario de Seguridad Interior, Gerardo Milman, además del doctor Petri.
O sea, la cabeza del dream team con el cual en diciembre ella se comprometió –a través de altisonantes proclamas guionadas por publicistas– a dar pelea al crimen organizado, al narcotráfico y al delito violento.
Por entonces –y bien al estilo PRO–, Bullrich y su equipo habían cifrado sus metas estratégicas en base a una interpretación algo antojadiza del “marketing penal”.
Tanto es así que, al enterarse de que en 2015 hubo un millón y medio de delitos (sin discriminar las modalidades ni sus niveles de gravedad) en un territorio nacional con una población carcelaria de 64 mil personas, se llegó a la conclusión de que faltaban presos. ¿Acaso 300 mil por año, calculando que cada uno pudo cometer cinco delitos en ese período?
A todas luces, una visión típica de CEOS volcados a la función pública, robustecida por la lectura de las estadísticas: en Estados Unidos la tasa de encarcelamientos es de 700 presos por cada 100 mil habitantes, en Chile es de 340 presos y en Uruguay, de 300, mientras que en la Argentina es apenas de 166.
Realmente sorprendente, en un país con policías bravas y un sistema jurídico que a los magistrados y fiscales les exige mano dura, acusar por las dudas y condenas sin pruebas. Pero, a la vez, un campo fértil como para alimentar la planilla Excel de la prisionización.
Al enterarse de que en 2015 hubo un millón y medio de delitos en un territorio nacional con una población carcelaria de 64 mil personas, se llegó a la conclusión de que faltaban presos.
En tales términos el macrismo fijó su cruzada contra la “inseguridad”. Una cruzada que supone la ejecución intensiva del “control poblacional” –así como sus propios hacedores bautizaron las aparatosas razzias en barrios populares– con empleo conjunto de fuerzas federales y locales. Una suerte de aseo social, dado que sus blancos preferenciales no son exactamente personas en conflicto con la ley, sino los varones pobres de esos arrabales.
Entre el increíble ataque policial con balas de goma en la villa 1-11-14 del Bajo Flores a los niños que ensayaban con una murga –ocurrido el 27 de enero– y la privación ilegal de la libertad con torturas sufridas en manos de prefectos por dos adolescentes del Barrio Zavaleta vinculados a la revista La garganta poderosa –ocurrida el 23 de septiembre–, hubo un cúmulo de casos similares no tan visibilizados por la prensa, pero que dan cuenta de semejante tendencia punitiva y disciplinadora.
A tal panorama se le añade el absoluto acatamiento macrista a la doctrina de las “Nuevas Amenazas” acuñada en Washington, cuya mira abarca flagelos tan variados como el tráfico de drogas, el terrorismo y los desastres naturales.
Al respecto –ya se sabe–, en el Ministerio de Defensa se estudia el modo legal y operativo de incorporar a las Fuerzas Armadas en quehaceres de seguridad interna, un recurso impulsado por el Comando Sur del ejército estadounidense que augura –así como pasó en otras partes del mundo– mayor corrupción y también una fuente inagotable de sangrientas tragedias.
Sin embargo, en medio de tan loables batallas, hubo significativos tropiezos; entre los más memorables, la espectacular importación de ya célebre traficante de efedrina, Iván Pérez Corradi, quien, lejos de declarar en contra de figuras del gobierno anterior –tal como los emisarios de Bullrich habían pactado con él–, sus dichos judiciales sólo terminaron enlodando al principal aliado radical de Cambiemos, Ernesto Sanz, por una dádiva. Al respecto, los correligionarios de éste apuntaron hacia la sinuosa segunda jefa de la AFI, Silvia Majdalani.
No menos bochornoso resultó el presunto esclarecimiento del crimen de dos narcos colombianos en el playón de Unicenter. Tamaña victoria fue anunciada a los cuatro vientos por la ministra al dar por cierto que la pistola usada en el hecho pertenecía al barrabrava Marcelo Mallo, cuya detención fue transmitida por los noticieros en cadena.
Tal logro se desplomó de manera estrepitosa al comprobarse que los peritajes del arma habían sido hábilmente fraguados por una mano negra en los laboratorios de la Policía Federal.
En este tren de papelones inducidos, bien cabe evocar al secretario Milman y su desopilante instructivo por Twitter sobre cómo detectar a pandilleros de las Maras centroamericanas, con textos, por cierto, plagiados del portal escolar El rincón del vago.
El incrédulo funcionario había sido persuadido en tal sentido por terceros de uniforme, a raíz del arresto de tres dealers peruanos que lucían profusos tatuajes. Y en paralelo, el mismísimo Burzaco –persuadido también por terceros de uniforme– revelaba con gesto adusto la presencia en el país de “terroristas islámicos”, debido a la detención en el aeropuerto de Ezeiza de un ciudadano libanes buscado en Brasil por una estafa.
En este tren de papelones inducidos, bien cabe evocar al secretario Milman y su desopilante instructivo por Twitter sobre cómo detectar a pandilleros de las Maras centroamericanas, con textos, por cierto, plagiados del portal escolar El rincón del vago.
Pero el detonante de la actual zozobra que envuelva a Bullrich fue el epílogo del caso Gómez Centurión. Y fue justamente tras el feliz regreso del ex militar carapintada a la Aduana cuando ella reunió a sus colaboradores más estrechos.
Dicen que la funcionaria se veía pálida y desencajada. En ese instante, la falta de control sobre las fuerzas de seguridad a su cargo ya era más que una simple sospecha.
La seguridad tiene cara de mujer
Lo cierto es que la gobernadora María Eugenia Vidal se erigió durante los últimos días en bastonera de los retoques policiales y penitenciarios.
Tanto es así que primero echó al jefe de la Superintendencia Administrativa de la Bonaerense, comisario Néstor Martín, cuya declaración de bienes incluía dos millones de dólares, siete propiedades y un helicóptero.
Y dicha decisión fue celebrada como un gran golpe a la autonomía de esa fuerza, al nombrar en su reemplazo a un civil. El problemita es que éste resultó ser nada menos que otro viejo pájaro de cuentas, Ignacio Greco, quien ejerció una función similar en la Metropolitana, desde donde fue blanco de variados cuestionamientos por haber articulado un festival de compras sin licitaciones y con sobreprecios en el equipamiento de aquella mazorca.
El siguiente paso de la mandataria consistió en la eyección del poderoso jefe del Servicio Penitenciario Bonaerense (SPB), Fernando Díaz, a quien en enero ella misma había nombrado a sabiendas de las denuncias por corrupción que había sobre él y su responsabilidad en la muerte de 33 presos durante un voraz incendio que devoró un pabellón del penal de Magdalena.
De tales cuestiones Vidal fue debidamente advertida por los organismos de derechos humanos; sin embargo, ella no se echó atrás. Desde entonces, en las cárceles de la provincia hubo un asesinato cada 58 horas, además de cientos de denuncias por torturas y vejaciones.
Ahora –ya con el ex fiscal de Bahía Blanca, Juan Pablo Baric, puesto en su reemplazo– ella anunció a viva voz: “Es el fin del autogobierno de las fuerzas de seguridad”. Pero en los corrillos de la política se rumorea que en ello asoma un ambicioso proyecto: privatizar ciertas áreas del SPB.
En manos del PRO, nada es lo que parece.
Fuente: Ag. Noticias (N.V.)
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