Familiares viajan para homenajear un año más de los caídos de Malvinas, la memoria de los 649 muertos durante el conflicto
Entre los argumentos del nacionalismo malvinero hay uno, el de la sangre derramada, que es el preferido a la hora de intentar hacer obligatoria una posición discutible y de justificar lo injustificable. «Cientos de argentinos murieron en la guerra. Luchar por la soberanía argentina es, por lo tanto, nuestro deber.» Suena auténtico, pero ¿lo es?
Pongamos el mismo discurso en labios de un inglés: «Cientos de británicos murieron en la guerra. Luchar por la soberanía inglesa en las Falklands es, por lo tanto, nuestro deber». Ya no suena tan bien, ¿no?
Demos un paso más. Arriesgado. «Miles de honrados soldados alemanes murieron en la Segunda Guerra Mundial. Luchar por el Tercer Reich es, por lo tanto, el deber de todo alemán.»
Apenas lo enunciamos, se hace evidente la falacia: ningún sacrificio humano, ningún sufrimiento, puede ser invocado como legitimación de una causa. Si ésta es noble, lo es independientemente de quienes hayan muerto, o no, por ella. Si no lo es, la sangre derramada no la limpia ni la convierte en tal. El dolor es siempre respetable. Su uso como argumento político no lo es, sino todo lo contrario.
De manera que la cuestión sigue siendo si la causa Malvinas es o no justa, y si el logro de su objetivo -la soberanía argentina sobre las islas y las miles de personas que allí viven- es compatible con el derecho internacional y los derechos humanos.
En este sentido, la referencia al nazismo no es gratuita, ya que la alianza entre la sangre y la tierra no sólo presagiaba el célebre Blut und Boden (Sangre y Tierra) de los emblemas nazis, sino que era el núcleo central de la soberanía nacionalsocialista, según los principales teóricos nazis, el olvidado Richard W. Darré y el célebre Carl Schmitt, tan admirado hoy por cierta «izquierda». Esta soberanía unipersonal, aplicada desde arriba hacia abajo sobre un territorio y sus habitantes reducidos a súbditos, es exactamente lo contrario del concepto democrático-republicano de soberanía, que va de abajo hacia arriba y supone, por lo tanto, que a nadie puede imponérsele una ciudadanía, un pasaporte y un gobierno que rechaza.
De manera que por doloroso que sea recordar a los caídos en Malvinas y el horrendo sacrificio que la dictadura les impuso con el apoyo de la mayor parte de nuestra sociedad, nadie puede hablar por ellos. Quienes lo hacen, ¿están seguros de que los que murieron en Malvinas -soldados conscriptos, forzados y no voluntarios- apoyaban unánimemente la guerra? ¿Habrán muerto gritando «Viva la Patria» o insultando a los generales y sus sostenedores de las plazas, expertos en «Animémonos y que vayan los cabecitas negras»? Y aun si hubieran muerto apoyando la guerra: ¿no habrían cambiado de opinión en los treinta años transcurridos?
Yo mismo me anoté como voluntario entonces y hoy no estoy de acuerdo con la causa malvinera ni con el «Soberanía o Muerte» de sus heraldos. Supongo que si me hubiera tocado ver cómo las Fuerzas Armadas Argentinas estaqueaban a sus soldados en el suelo helado de las islas estaría más en contra todavía.
En una carta insultante que llegó al correo de «Malvinas: una visión alternativa», había un párrafo que me pareció terrible. «Vayan a Gregorio de Laferrere y expliquen allí su «visión alternativa» a la gente, pero antes pongan al día el seguro médico», habían escrito. En efecto, en ochenta años de gobierno casi ininterrumpidos del Partido Militar y el Partido Populista le han robado todo a la gente de Gregorio de Laferrere y a cambio le han dejado una cosa sola: la ilusión de que las Malvinas son argentinas. A quien intente sacársela, lo matan, advertía la carta, y con buenas razones. El nacionalismo es lo último que le queda a quien ya no le queda nada, y es también la razón por la que a millones de argentinos ya no les queda casi nada.
Cuestionar su argumento principal, la causa Malvinas, es ayudar a que la vida sea más digna. Por eso, cuando pienso en los caídos en Malvinas quiero creer que lo fundamental para ellos es que la República Argentina sea un país libre, justo y próspero, y respetuoso de la justicia, la libertad y la prosperidad ajenas. Y puesta la mano sobre el corazón, no creo que la batalla a todo o nada por Malvinas lleve en esa dirección, sino exactamente en la contraria, hacia el statu quo y la derrota de los aspectos legítimos del reclamo argentino (el retiro del Reino Unido y su base militar), y hacia el país fracasado, frustrado y rencoroso que los argentinos hemos construido, pero del que ya hemos tenido suficiente.
Al elegir cómo recordar a nuestros caídos elegimos la Argentina que queremos. ¿Respetuosa del derecho ajeno o seguidora de causas irredentas? ¿Republicana o monárquica? Quienes creemos que nuestras peores desgracias no han provenido nunca de la falta de territorio y recursos, sino de las violaciones a la ley, las instituciones y los derechos humanos, quienes pensamos que un país no se hace con tierra ni con sangre, sino con respeto, inteligencia, pasión de justicia y vocación de futuro, queremos pensar en los caídos en Malvinas no como los héroes del delirio alucinado de quienes sólo querían conservar el poder y evitar ser juzgados por sus crímenes, sino como las últimas víctimas de la dictadura más sanguinaria que haya asolado nuestro país, cuya muerte abrió el camino a la democracia. Y tenemos todo el derecho.
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