Alimentos. El campo de batalla del siglo XXI. El 23 de junio pasado, la tapa de Time mostraba una espiral de manteca tentadoramente iluminada sobre fondo negro. Para promocionar su producción periodística, la revista había elegido un término sugestivo: «El fin de la guerra contra la grasa».
Esta metáfora belicista no hace más que reflejar las pasiones que enciende el tema de la alimentación. Pocas esferas de la actividad humana atraviesan todos los planos de nuestro universo cultural -desde la economía hasta la tecnología, la psicología, la medicina y la ecología- y a su vez están atravesadas por controversias tan acaloradas.
En esta ensalada de conflictos, se enfrentan vegetarianos contra carnívoros, partidarios de la agricultura orgánica contra defensores de los organismos genéticamente modificados, industrias contra sanitaristas… y todo sazonado por el desafío de producir suficiente cantidad de comida para abastecer las demandas de una población creciente que, se calcula, podría llegar a los 9000 millones de personas en 2050. Una dieta difícil de digerir.
Diez mil años de agricultura y cría de animales de consumo nos permitieron gozar de una continuidad desconocida para nuestros antepasados cazadores-recolectores, pero a un costo: una dieta basada en pocos alimentos (entre los que sobresalen los cereales), mayormente industrializados, y que llegan a nuestra mesa gracias a complejas cadenas de distribución.
A tal punto nuestra comida ya no crece en los árboles, que el doctor Julio Montero, docente y asesor científico de la Sociedad Argentina de Obesidad y Trastornos Alimentarios, distingue lo que nos llevamos a la boca entre «alimentos» y «comestibles». Los primeros, dice, son los «tejidos orgánicos», los segundos, los que salen de las fábricas de «compuestos químicos que no existen como tales en la naturaleza».
Con este telón de fondo, los envases, los condimentos, los conservantes y los ingredientes ocultos de cada uno de los bocados que ingerimos están en tela de juicio, no sólo desde el punto de vista sanitario, sino también económico y ambiental. Crecieron las alergias y las intoxicaciones. La obesidad es una epidemia rampante. Se la considera uno de los mayores problemas de salud pública y se la vincula con un aumento en el riesgo de cáncer, diabetes, problemas articulares, hepáticos y cardiopatías. La nutrición está en el centro de nuestras preocupaciones. Los vegetarianos reniegan de la carne, los «naturistas» aconsejan prescindir de los lácteos, los partidarios de la «dieta paleolítica», de las harinas y el azúcar refinado. A tono con los tiempos que corren, la industria de la alimentación cultiva una imagen cada vez más cercana a la farmacia y la alta tecnología, con productos que prometen fortalecer los huesos, reducir los niveles de colesterol o mejorar el tránsito intestinal. Sin embargo, es blanco de los nutricionistas por las estrategias que pone en práctica para seducir el paladar de sus clientes, reducir costos y prolongar la «vida de góndola» de sus productos.
Sólo a modo de ejemplo, basta con mencionar el caso del jarabe de maíz de alta fructosa, un aditivo ampliamente utilizado en los comestibles envasados y al que algunos consideran uno de los principales responsables de la obesidad actual. «Se lo usa no sólo por el sabor, que es el más dulce de los alimentos de origen natural, sino también porque tiene propiedades organolépticas muy especiales, un menor punto de cristalización (es decir, que forma cristales a más baja temperatura, lo que permite su empleo en helados) y propiedades antisépticas muy particulares, lo que lo convierte en un buen preservante -explica Montero-. Eso hace que se lo incluya en productos que uno ni se imagina, como los envasados de carne.»
Otro tema que está en el centro de la polémica son los edulcorantes de alta potencia. Introducidos para reemplazar el azúcar, no aportan calorías y permitieron que distintos productos lleven el sello «diet». Pero aunque muchos los usan sin otro límite que el gusto personal, existen evidencias de que no serían tan inocuos como parecen. «Tienen efectos biológicos -dice el especialista-, aunque algunos no están estudiados y otros no se conocen. Por ejemplo, desarrollan un comportamiento de recompensa muy fuerte a través del dulzor. Son como la sal: no engordan, pero hacen comer. Y algunos (no todos) aumentan la secreción de insulina.»
POLÉMICA A LA CARTA
La contaminación inadvertida en la cadena alimentaria es también motivo de preocupación. En un reciente edición de su columna para The New York Times, Poison Pen («Lapicera Envenenada»), la ganadora del premio Pulitzer, Deborah Blum, menciona la detección de retardantes de llama en pingüinos antárticos y abejas españolas, y en la leche materna de mujeres norteamericanas. Según Blum, el doctor Arnold Schecter, de la Escuela de Salud Pública de la Universidad de Texas en Dallas, lo encontró también, en minúsculas cantidades, en productos como manteca, jamón, salmón, carne feteada y otros. No existe regulación y no se sabe qué efectos tiene en la salud.
De lo que nadie duda es de que una población en aumento hace necesario desarrollar más y mejores tecnologías para la producción de alimentos. Entre los años cuarenta y setenta del siglo pasado, la llamada «revolución verde», iniciada por Norman Borlaug, prometió calmar el hambre en el mundo sembrando variedades mejoradas de maíz, trigo y otros granos con la técnica del monocultivo y aplicando grandes cantidades de agua, fertilizantes y plaguicidas. La producción de granos se multiplicó varias veces, pero a costa de la erosión de los suelos, menor diversidad de cultivos y la destrucción de hábitats.
Según el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, aunque permitió alimentar a más personas, la intensificación y extensión de la agricultura también condujo a disminución de la capacidad productiva, contaminación, pérdida de la biodiversidad y a impactos en el proceso de cambio climático.
Una de las voces que más se hacen escuchar a favor de una agronomía sustentable es la de Marie-Monique Robin. En Las cosechas del futuro. Cómo la agroecología puede alimentar al mundo (De la Campana, 2013), Robin, periodista de investigación y documentalista, refuta la tesis de que sólo la agricultura industrial sumada a los pesticidas pueden cultivar grandes volúmenes de alimentos. «El modelo agroindustrial promovido incansablemente desde hace medio siglo no ha conseguido ni de lejos «alimentar al mundo»», escribe.
Además de su investigación en nueve países, Robin se basa en la tesis de Olivier de Schutter, jurista belga y relator especial de las Naciones Unidas sobre el derecho a la alimentación, que en 2011 presentó un informe en el que afirma que «Resulta imprescindible un cambio de orientación. Las antiguas recetas no son válidas en la actualidad». Hasta ahora, las políticas de apoyo a la agricultura estaban destinadas a orientarla hacia la agricultura industrial. Hoy es necesario orientarlas hacia la agroecología en la mayor cantidad de lugares posibles». Esta última modalidad consiste básicamente en combinar los árboles y cultivos según un sistema «fundado en la asociación y la biodiversidad».
Otro de los recursos que se proponen para asegurar la producción de alimentos es la modificación genética de los cultivos. Los organismos genéticamente modificados (OGM),base de la producción local de soja, están prohibidos en algunos países y son rechazados por muchos consumidores. ¿Son atendibles estos temores?
El investigador norteamericano en percepción del riesgo, David Ropeik, consultor internacional y docente del programa de extensión de Harvard, mostró que el miedo a la tecnología no está vinculado con datos objetivos, sino con otros factores, como el control que sentimos que podemos ejercer. (Un ejemplo es la aprehensión que nos inspira manejar en la ruta vs. viajar en avión.)
«Sabemos, por diversos estudios, que los organismos genéticamente modificados, en particular los destinados a la alimentación, tienen una alta percepción de riesgo -dice la doctora Ana María Vara, investigadora de la Universidad de San Martín y presidenta de la Red Argentina de Periodistas Científicos-, equivalente, según algunos trabajos, a la tecnología nuclear, por los poderes que se le atribuyen. Éste es un punto importante que explica algunos aspectos de la resistencia a esta tecnología. Otro tiene que ver con la distribución riesgo/beneficio: los cultivos transgénicos de primera generación, que son los primeros que estuvieron disponibles -con características como resistencia a insectos o tolerancia a herbicidas- favorecen a los productores, en la forma de manejo más simple, por ejemplo. Y no ofrecen ningún beneficio a los consumidores, dado que la baja de precio del producto final es poco importante. Los consumidores, sin embargo, deben afrontar el riesgo de una tecnología nueva, es decir, se enfrentan a un riesgo, mayor o menor, sin tener un beneficio asociado. Se ha argumentado que el etiquetado obligatorio de los transgénicos podría resolver en parte este intríngulis, al informar y permitir elegir a los consumidores. Pero aquí nos enfrentamos a otra cuestión vinculada con la percepción de riesgo, específica de los alimentos: el llamado tainting effect, o efecto contaminante. Se ha estudiado que una vez que un consumidor recibe información negativa sobre un alimento, y en presencia de otros alimentos -la situación de un consumidor de clase media-, el efecto de la información negativa persiste. El etiquetado, entonces, puede estigmatizar un alimento.»
MODELOS DE CULTIVO
Para la bióloga Daniela Tosto, especialista en impacto de los OGM del Instituto de Biotecnología del INTA, «lo que hay que considerar es el modelo agroexportador de monocultivo, y no sólo si hay que prescindir de los transgénicos. El problema es el monocultivo. Como bióloga, considero que la rotación es fundamental, y que son prioritarios el control y la regulación por parte del Estado en cuanto a la superficie que se destina a estos organismos y el uso de herbicidas. Es imperativo que se hagan todos los monitoreos necesarios, pero la selección genética es algo que se viene practicando hace siglos, lo único que cambia ahora son las tecnologías que se emplean para lograrlo en el laboratorio. Por otro lado, sería importante que este conocimiento no estuviera en manos de unos pocos.»
¿Es realista pensar en un modelo de desarrollo basado en la producción de alimentos orgánicos o en la agroecología? «¿Cómo saberlo? -responde Vara-. Desde los estudios sociales de la ciencia y la tecnología se está trabajando cada vez más en la «no producción» de conocimiento. Cuando un modo de pensar la financiación de la ciencia domina de manera casi excluyente, es evidente que el sistema se sesga en relación con los valores, los intereses de quienes están detrás de ese modelo. Una buena parte del conocimiento producido está orientado a desarrollar innovaciones que produzcan ganancias que puedan ser apropiadas por quien financió la investigación. Fundamentalmente, las grandes empresas transnacionales, de las cuales un puñado dominan en el rubro energía, farmacéuticas, industria de la celulosa y el papel, agronegocios y muchas otras. La financiación para la producción de conocimiento que no produce ganancias, como el manejo de malezas o plagas de manera que no requiera o requiera poca cantidad de agroquímicos, por ejemplo, no les interesa. Y los Estados que tienen una capacidad limitada de financiar la investigación, en gran medida han copiado este modelo, en parte presionados por la necesidad de obtener rentabilidad, y proteger la propiedad intelectual de la ciencia y la tecnología que financian: los investigadores de instituciones públicas, en la Argentina y en el mundo, están siendo orientados a patentar sus desarrollos. De modo que, ¿cómo saber si modos de producción de alimentos alternativos podrían ser viables y producir alimentos en cantidad? No lo sabemos, porque no hemos producido ese conocimiento.»
Mientras estas controversias se dirimen, tal vez la fórmula más a mano para que los alimentos alcancen para todos sea la que la semana última propuso un trabajo firmado por Paul West en la revista Science. Según el investigador de la Universidad de Minesota, si se concentraran esfuerzos en ciertas regiones y cultivos, no se dedicaran tantas cosechas a los biocombustibles y al ganado, y no se derrochara comida, se podría alimentar a otros tres mil millones de personas.
PATRICIA AGUIRRE: «COMEMOS NUTRIENTES Y SENTIDOS»
Patricia Aguirre, antropóloga especializada en alimentación e investigadora del Instituto de Salud Colectiva de la Universidad Nacional de Lanús, propone otros modos de pensar los alimentos y su circulación social.
– ¿A qué atribuye que la alimentación, que podría reducirse a una simple función fisiológica, esté en el centro de nuestro universo simbólico?
-Comer conjuga aspectos biológicos y sociales. De hecho, el gusto es una construcción social: por eso no encontramos gustos innatos en el Homo sapiens, no hay genes o fisiología de la lengua o de la nariz que indiquen el gusto. Si fuera a la inversa, todos encontraríamos agradables y desagradables las mismas cosas, pero comemos nutrientes y sentidos.
-Desde ese punto de vista, ¿cuál fue la trascendencia alimentaria y social del descubrimiento del fuego?
-Amplió la gama de lo comestible. No sólo permitió volver más blandos los vegetales, sino también aumentar el contenido energético disponible en los alimentos. Muy probablemente el Homo erectus creó la primera economía en la que los recursos se producían y se distribuían en común. Ese cambio en la dieta explicaría también la salida de África, dado que un Homo erectus, con una altura de 1,60 m hubiera necesitado entre 8 y 10 veces el espacio de los pequeños australopithecusvegetarianos.
-¿Sin los actuales recursos tecnológicos, los humanos prehistóricos vivían en una hambruna perpetua?
-No en el caso de las economías de la caza y recolección, consideradas «sociedades opulentas primitivas». Aunque hoy imaginamos que el que vive sin cocina a gas o gaseosas vive muy mal, existe evidencia de que nuestros ancestros cazadores-recolectores llevaron una buena vida. Los basureros prehistóricos están llenos de huesos de los animales que consumían y sus propios esqueletos muestran que estaban bien alimentados. Los varones medían 1,80 m en promedio y las mujeres, 1,65 m. Sólo en tiempos muy recientes, las poblaciones bien alimentadas volvieron a alcanzar las estaturas de la Edad de Piedra.
-¿Qué llevó a la humanidad hacia una alimentación basada en los hidratos de carbono?
-Hace 10.000 años, el clima cambió, aumentó la temperatura promedio, las praderas sustituyeron a los bosques y la megafauna que alimentaba a los cazadores paleolíticos se extinguió. Así, alimentos marginales, como cereales y tubérculos, pasaron a tener importancia prioritaria. Medio milenio más tarde dependíamos de la agricultura para sobrevivir.
-¿Eso mejoró o empeoró la alimentación?
-Tuvo un impacto enorme. Condicionó la aparición de enfermedades (como las específicas del laboreo de la tierra, o la rotura y el desgaste dental). El hacinamiento, el sedentarismo, la contaminación de los acuíferos y una dieta más continua, pero también más monótona, hicieron aparecer por primera vez las enfermedades masivas: las epidemias. A pesar de todo, la población se multiplicó por cuarenta en 4000 años. Por otro lado, la posibilidad de obtener excedentes dio origen a muchas instituciones actuales: las clases o estratos jerárquicos, la administración estatal, la guerra, y también la pobreza por exclusión de la comida.
-¿Cuál es la principal transformación alimentaria de las últimas décadas?
-En las urbes, el pasaje de la comida fresca a la industrial o procesada. Nuestros alimentos se transformaron en OCNI (objetos comestibles no identificados). No sabemos qué comemos: si la manzana tiene genes de manzana, o se le agregaron otros y de qué, si los agroquímicos con que se produjo son seguros, si los aditivos y conservantes del procesamiento de los envasados no son cancerígenos, si están llenos de sal o azúcar «invisibles», si su transporte fue seguro o si su envoltorio es el adecuado. Es una situación única en la cultura alimentaria humana..
Fuente: La Nación
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