El emocionante relato de una madre adolescente. Memorias y conflictos de mi embarazo adolescente, es el relato de Mariana Komiseroff, que hoy tiene 30 años y fue mamá de un varón a los 15. Desde el test positivo a la vida cotidiana.
En la sección Mundos Íntimos de Clarín se publicó el relato que vas a ver a continuación. Es el relato de Mariana Komiseroff, quien nació y vive en Don Torcuato, en un barrio sin asfalto. Para leer (y aprender) de punta a punta. Es narradora, directora y crítica de teatro. Publicó relatos en varias antologías y en 2013 ganó el segundo Premio Itaú de Cuento Digital. Lo que siente una mamá adolescente, nunca mejor contado.
EL RELATO: Memorias y conflictos de mi embarazo adolescente
Tengo negación con las instrucciones simples. Siempre fue así. Incluso esa vez, a los quince, con el primer test de embarazo, las seguí a medias. Que para un resultado más certero era mejor la orina de la mañana, sí, lo había entendido por eso me desperté como a las seis. Una única raya tan nítida y tan rosada solo podía significar el alivio de un negativo. Guardé el test en el cajón de mi mesa de luz. Dormí tranquila hasta las diez y me desperté de golpe con la certeza del error. Abrí el cajón y releí las instrucciones. Había obviado esperar unos minutos por si aparecía una segunda línea. Volví a mirar el test y ahí estaba la otra raya hija de puta. Vomité de los nervios. En mi familia es una costumbre.
Desperté a mi mamá y le dije vas a ser abuela. No era eso lo que quería decir porque yo sabía muy bien que decir vas a ser abuela era como dar una buena noticia y lo que yo estaba diciéndole a mi madre era cualquier cosa menos una buena noticia.
Ella me insultó, me gritó, vomitó en el baño y se fue a limpiar la casa de la arqueóloga para la que trabajaba. Llamé por teléfono a Diego, un amigo del que estaba un poco distanciada. Él, a pesar de la distancia, era la persona que más me conocía en ese momento. Hablamos de cualquier cosa hasta que me preguntó qué había hecho durante la mañana y yo, con toda la naturalidad de la que fui capaz, le respondí que me había hecho un test de embarazo. Te dio positivo, afirmó él. Yo respiré porque después de habérselo dicho a mi mamá, ya no iba a poder repetirlo.
Fabián, mi novio de dieciocho años, llegó a las cinco de la tarde. Me abrazó y se puso feliz. La impunidad de la ignorancia. Y yo lo amaba con esa misma impunidad e ignorancia, con todo el arrebato con el que se es capaz de amar a los quince años y lo seguí amando cuando volvió unos días después con la cabeza afeitada, reduciendo así al mínimo las ya escasas posibilidades de conseguir trabajo.
Mi mamá volvió de trabajar con la espalda arruinada por haber limpiado hasta no dar más, esa también es una costumbre en las mujeres de mi familia. Mordimos tan fuerte el anzuelo del trabajo doméstico que limpiamos a fondo, sobre lo limpio, cuando una situación nos desborda.
Mamá me trajo un test de embarazo de marca y dijo que la arqueóloga le podía prestar la plata para solucionar todo. Yo dije que no sin dudarlo, no porque estuviera segura de querer ser madre, sino porque pensaba que me iba a morir y porque la educación religiosa me había enseñado a pensar el aborto como un asesinato. Hoy pienso muy distinto, pero así era en aquel momento.
Mi madre insistió y apeló a todos los recursos bajos de los que fue capaz. Cuando estaba a punto de convencerme, me preguntó si no me gustaba mi vida así. Me guardé la respuesta. No. No me gustaba. El embarazo prometía algo distinto. Se empezó a gestar en mí una certeza. Ni vos sos tuya, me decía mi vieja cuando se enojaba. Yo podía no ser dueña de nada, ni de mí misma pero ese embarazo me pertenecía por completo. Aunque también fuera a modificar la vida de los que estaban alrededor, ese hijo –porque en ese momento pensé en esos términos, casi estúpidos de tan desconocidos– ese hijo era bien mío.
Años después, Victoria, una de mis psicólogas, dijo que no era casual que me embarazara luego del debut diabético de mi hermano, de 11, que se estaba llevando toda la atención. Los psicólogos son ahora lo que antes los curas: te liberan de responsabilidades tremendas o te implantan culpa donde antes solo había coincidencia.
Mis viejos ya habían pagado la matrícula de la secundaria y en la puerta de la administración había un cartel enorme que decía que ese dinero no se devolvía bajo ningún concepto. Ahí solo hice octavo y noveno, si simplemente dejaba de ir hubieran pensado que volvía al estatal porque no podíamos seguir pagándolo. Pero yo no quería dejar, la idea de ir a la misa obligatoria con panza me parecía revolucionaria.
Allá fuimos a informar la situación. Mi mamá habló poco. Yo nada. Le clavé los ojos a la rectora para verle la cara en cuanto se lo dijera. Ni una mueca. Solo un discurso que parecía aprendido de memoria. Que el colegio, por supuesto, apoyaba la idea de la familia, que la institución era pro vida, pero que subir al tercer piso embarazada iba a ser todo un problema para mí, y que pensara cómo me iba a quedar la ropa del colegio. No te vas a poder poner la pollera del uniforme, no te va a entrar. Hizo cuentas rápidas, calculó la fecha del nacimiento e improvisó más argumentos para persuadirme. Para lo que necesiten acá estamos, pasen por administración que les van a devolver el dinero de la matrícula.
Bajamos los tres pisos, lloré de humillación. Aunque mis padres hubieran pagado, siempre fuera de término, durante dos años la cuota de ese colegio para que yo supiera articular un sujeto con un predicado, no pude denunciar la contradicción. Mi madre, que ya había vuelto a ser la de siempre, la que me acompañaba en todo, me dijo: si querés seguir viniendo al colegio vení, ya nos vamos a arreglar, que se caguen.
Durante los primeros meses, varias personas que no se iban a ver afectadas de ninguna forma vinieron a reprocharme el embarazo. Yo me quedaba muda, más por sorpresa que por fragilidad. Te lo va a criar tu mamá, era la sentencia, y se iban con la sensación de estar haciendo justicia. Mi tía Jenny, otra oveja negra, fue la única que me dio su voto de confianza ni bien le dije que estaba segura de tenerlo. Mientras tanto, a mí las ecografías me hacían pensar en ciencia ficción y tenía mucho miedo de perderlo porque pensaba que ese enojo de mi familia podía afectarle. De todas formas, fantaseaba todos los días con otra vida, sin panza. Vomitaba mucho. Tal vez por eso que dijo Simone de Beauvoir, de querer expulsarlo por la boca.
El trabajo de parto fue programado e inducido. Al obstetra le dije que no quería la peridural, la inconsciencia me hacía creer que era una heroína. Todo iba bien, pero el médico me había tomado cariño y me vio tan chica y tan estúpida que intentó proponer una cesárea. Las enfermeras y la partera casi se lo morfan. No le permitieron esa compasión de patriarca de decidir sobre mi cuerpo. Yo no hubiera podido negarme.
Fabián estuvo en el parto. El obstetra nos miró y nos dijo: ustedes pasaron de la cuna a la cama grande. Pero cama de dos plazas no teníamos, ni íbamos a tener. A Fabián que siempre se vestía de negro heavy metal, lo vistieron con ese típico traje de quirófano. Quedó hecho una mezcla de tierno y ridículo que hablaba sin parar; y yo, que siempre le había reclamado palabras, en ese momento las odié. Mi vida, mi amor, estoy con vos, fuerza; mientras yo trataba de contar respiraciones, empujar y rogaba por la peridural o por cualquier cosa que evitara que muriera de dolor en el intento de parir. Cuando pude tomar aire, le grité que se quedara mudo o se fuera. Por suerte se quedó en silencio apretándome la mano. Elías nació al toque; con fórceps, aunque digan que ya no se usa. Solo pude ver pasar una bola morada de tres kilos y pico, casi ahorcado con el cordón, y aun así fue el bebé más hermoso que vi en mi vida.
Elías y yo estuvimos internados un mes y medio en el Garrahan porque tenía problemas respiratorios; a las madres menores de edad también las ingresaban como pacientes, creo que por seguridad. En ese tiempo solo una vez me fui tres horas a bañarme a mi casa, pero la desesperación de que no supieran darse cuenta si Elías dejaba de respirar me impidió volver a hacerlo. Nos visitaban todos los días, pero la mayoría del tiempo estaba sola y dormía con la mano en el pecho del bebé. Me despertaba de un salto si una respiración estaba fuera de ritmo. Cuando iba Fabián, nos turnábamos para controlarlo. Ahí nació el insomnio. Dormir nunca volvió a ser lo mismo para mí.
Después del alta ya tenía que empezar el colegio, me había anotado en una secundaria vespertina. A diferencia de la nocturna, acá podía tener compañeros de más o menos mi edad. Eran un poco más grandes en general, pero no mucho. El guardapolvo para las chicas era obligatorio. Pararnos cuando entraba un docente al aula, también. Un intento tardío de ocultar los cuerpos para evitar maternidades y de reeducar a los varones salidos del reformatorio. Yo reflexionaba estas cosas mientras me ponía de pie con rabia; y sin darme cuenta, el delantal se me empapaba de leche y una compañera que ya hacía años que era madre me decía que mi bebé debía tener hambre y me prestaba su buzo para taparme.
A Elías nunca lo obligué a saludar, ni le prohibí decir malas palabras, ni reclamar. A los siete años me vio llorar por primera vez y dijo algo que no sé de dónde sacó “no hay que llorar, hay que aprender a esperar”. Le enseñé a hacer cosas de la casa a pesar de mi madre y de mis tías. No permití que lo acusaran de sensible, marica, o de nena. Traté de que entendiera, tal vez sin lograrlo, que la sensibilidad no debería invalidar el discurso. Me reí de las amonestaciones y firmé todas las veces que se quedó libre.
A la vez yo también crecía y terminaba la secundaria, iba a bailar por primera vez, me enamoraba perdidamente, me emborrachaba, trabajaba como una bestia, sufría, me mudaba sola con mi hijo, me drogaba para estar despierta y para dormirme, me preocupaba porque mi sexualidad no era lo suficientemente heterosexual, me quedaba sin trabajo, trataba de estudiar una carrera, fracasaba.
Mientras aquellos que opinaron primero por mi embarazo y volvieron a opinar porque no estaba criando a un varoncito como Dios manda, Elías y yo volvíamos a vivir a la casa de mis viejos o nos íbamos de mochileros.
Hace poco los mismos de entonces expresaron su satisfacción porque no hay nada que dé más orgullo que un varón deportista en la familia. Ese orgullo que les despierta Elías, mi hijo, chorrea hacia mí. Se presupone, mirándolo a él y a sus medallas de primeros puestos en natación, que soy buena madre –quién hubiera creído– aunque nadie pueda responder a la pregunta de qué significa ser una buena madre.
Ahora, aunque ya tengo treinta, mi hijo de quince me recuerda los cumpleaños de toda la familia, o se encarga del puré chef porque sigo sin poder con las instrucciones simples. Cuando era chico, nos abrazábamos todo el tiempo, ahora la adolescencia mutó ese abrazo en una distancia discreta. Silencios o respuestas monosilábicas de su parte, salvo cuando hablamos de cine o cuando miramos una película y ahí negocia el orgullo adolescente y ovilla su metro setenta en el sillón para que le rasque la cabeza.
Fuente: Día a Día
Comentar post