Sería interesante pensar –discretamente, pues casi todo ya ha sido pensado– sobre la condición del intelectual. Pero posterguemos unas líneas la aparición de Vargas Llosa y en primer lugar veamos el caso de Raúl Scalabrini Ortiz. Me gustaría proponer que se trata de un intelectual sacrificial, al que defino como el que unge su prédica en términos de una misión trascendental. Nadie se la ha otorgado, pero se le va la vida en ello. Así, pone el sacrificio personal como precio de la verdad. Le sobrevuela la idea de suicidio, que Lugones había establecido, aunque no lo cometa. Su interés es por las grandiosas revelaciones. Las que suceden cuando en la conciencia colectiva se clavan los aguijones de la magna denuncia. Estas pueden consistir en el hecho de que todo está corroído. En que ha triunfado el mal bajo el nombre del bien, lo ilógico bajo el nombre de lo normal. Scalabrini abunda en estos temas; es su método para las reprobaciones. «Falso, todo es falso», exclama angustiado cierta vez. Es que percibía una enaltecida trama cultural, pero dentro de ella se asfixiaba el país. Empréstitos ingleses, ferrocarriles ingleses, un Banco Central «hecho para los ingleses».
Las tergiversaciones políticas que afectaban al cuerpo social las sentía en su propio cuerpo como malestar, oscura enfermedad. La escritura tenía, por eso, un aire febril. Era un sacramento. Equivalía a un síntoma, expresaba una dolencia. Ya en El hombre que está solo y espera había una idea antropomórfica de la naturaleza, de los ríos, el paisaje. Dice del hombre porteño, modo espiritual y mineral de la vida nacional: «Aventa las teorizaciones arqueológicas, poda la ampulosidad de los conceptos, humilla la arrogancia de los contextos legalistas y manumite al hombre de la artificiosa hojarasca literaria que le recubría…». Con verbos un poco enrarecidos, señalaba un programa sensitivo, apoyado en grandes alegorías y recónditas energías vitales. Sin dictámenes letrados ni instituciones aúlicas. La teoría, la ley, la «hojarasca literaria», como buen modernista, eran condenadas por Scalabrini. El asombroso éxito del libro, en 1931, le dicta un paradojal sentimiento. El del retiro del ruido mundano hacia el gabinete del estudioso que en soledad arroja sus dardos contra el demonio, como Lutero lanza su tintero en Wartburg.
Halperín Donghi le reprocha a Scalabrini que su estudio sobre cómo el país ha sido ahogado por el imperialismo inglés tiene un sabor demonológico. No es justo este dictamen, si se tratase de un acto sumario de descalificación. Sin embargo, es cierto que Scalabrini tiene una noción de culpa histórica y una tendencia a exorcizar los males colectivos desde una fuerza telúrica espiritualizada. Pero lo hace con una entrega inusual hacia la investigación de los archivos, que a partir de él pueden ser considerados yacimientos donde el destino de la ciencia convive con el sigiloso hechizo de los secretos que se guardan y deben ser revelados. Con él los archivos recobran el aire misterioso de cerrojo a la verdad que hay que revolver con intuición santa. Si se tiene en cuenta que el hombre de Corrientes y Esmeralda debía «aventar las teorizaciones arqueológicas», para Scalabrini, hijo de un gran paleontólogo y autor de la célebre frase sobre «el subsuelo sublevado de la Patria», no se presentaban tan fáciles las cosas. Cierta preferencia por hombres vitales y candorosos, abiertos hacia el mundo con su pudor casi místico, componía una parte de su libreto existencial. Pero había que excavar profundo, resguardarse de las acechanzas, expulsar de sí mismo la posible flojera ante fuerzas tan poderosas a ser denunciadas –un imperio–, y crearse una ética de soledad y esperanza para oscuras épocas de simulación.
Solamente Martínez Estrada llega tan lejos como Scalabrini en cuanto al profetismo laico que le atribuye a la tarea intelectual. Es cierto que estos dos hombres devocionaban cosas diferentes –uno, a la nación como redención moral; el otro, a la moral como forma vital de salvación–, pero usaban los mismos planos oculares, una misma hipótesis sobre lo insondable que emerge y se subleva. Ambos trataban sobre una escisión complementaria de un único momento: la verdad como encierro a liberar, lo falso que oprime en la superficie. El acto liberador debía constituirse, antes o después, en texto. Por eso, decimos ahora: cualquier canon nacional reconstruido debe poner a estos dos escritores frente a frente. Conmocionado, Scalabrini imaginó que los hombres del subsuelo que marchaban por las calles en 1945, no tanto salían con su libro en la mano, sino que salían «desde» su propio libro de 1931. Excesivo, Martínez Estrada pensó también que «desde» su libro de 1933, Radiografía de la pampa, emergían los personajes sociales que se manifestaban en la ciudad de esa misma década del ’40. Son dos intelectuales que conocieron por igual –diferencias políticas aparte– la fuerza del texto propiciador, incluso profético, y el martirio de su propia vida ofrecido como prueba de que los ensalmos salvadores no aparecían.
¿Persisten intelectuales de este rango? ¿Los años foucaultianos, con su intelectual cartógrafo o micropolítico, no los han desplazado? ¿Los modelos de investigación universitaria, las redes institucionales de tecnologías archivísticas y modelos de pesquisa, no los han convertido en anacrónicos? ¿Las foundations neoconservadoras no han creado una nueva figura del converso, el sepulturero más eficaz del pasado que lo persigue quedamente?
Sin embargo, se sigue devocionando a Rodolfo Walsh, que también cultivaba una noción de sacrificio, de aciagos días de justicia. Viñas había pensado mucho esta cuestión y había inventado un aforismo: a mayor criticismo, mayor riesgo. La tesis sobre el riesgo era también la punta trágica viñesca, pero en una época en que no había audibilidad para los lenguajes del tormento existencial. Ya Borges los había condenado por «patéticos», en pleno momento del compromiso sartreano. Ensayó su respuesta en una literatura que refugió en grandes alegorías universalistas su profundo núcleo nacional y sembró sus alrededores de airadas conjeturas políticas. Terribles opiniones, verdaderos caprichos infantiles, convivieron con una magnífica obra que surge de los mitos más íntimos de la vida y el lenguaje. En cuanto a Cortázar, deslindó el problema y anunció en el preámbulo de Rayuela que no era concebible que un hombre pudiera cargar con los problemas y la representación de una nación: sincero reconocimiento de su propio juego literario.
¿Qué nos trae en cambio Vargas? No es el intelectual en su cartuja, pues está en el mundo, combate y caracolea. Curiosamente, retoma la idea de señalar las heridas del mundo para reencaminarlo, darle verdad frente a los hombres equivocados, como él dice haberlo estado, melancolía mediante, en los años sesenta. ¿Pero es el escritor destinado a conmoverse por los rumbos de una comunidad y lanzar sus profecías doloridas? Político que viaja con sus certificados, sus ujieres y palafreneros, alerta sobre los males presentes, por lo general resumidos en la expresión «totalitarismo». Algo de aristocrática perversidad –se conoce su preferencia por el famoso y sutil escrito de Flaubert sobre las épocas de la historia entendidas según los tipos de zapatos femeninos– lo lleva a convivir con las incultas derechas argentinas. ¿Sufre allí su castellano apacible y bien modulado? No parece cuando suelta la lengua y arroja su tintero contra los demonios del populismo, ante la risa gorda de los recaderos del macrismo.
Pero de inmediato comprendemos que Vargas Llosa ha aprendido mucho de los políticos que actualmente frecuenta. Llega un momento en que modula la voz, retira adjetivos, calcula sus pasos, exhuma una distraída dulzura de hombre superior y acude al real goce del provocador, que es asumir la máscara ritual del fauno herido en su momento de prudencia y calma: «No vine a provocar». Es que con los antiguos elementos del intelectual que llamamos sacrificial, actúa protegido por penumbrosas fundaciones, corporaciones mediáticas y conglomerados de derecha. Pero no corre riesgos, lo protegen símbolos de intocabilidad. Aunque su caso demuestra que estamos debatiendo sobre la historia viva del intelectual latinoamericano de la contemporaneidad, pues como sea –sofocados, invertidos, transfigurados, astutamente alterados–, los motivos de Vargas saben despertar un interés libertario. Late en ellos su drama personal, restos apagados de viejos debates, recuerdos que ahora sólo parecen amables conversaciones con aduladores de turno, y que en algún momento debieron ser turbulencias como las que ahora permanecen en el espíritu de los intelectuales latinoamericanos que viven en la espesura de la historia actual y no en el foro de las convenciones de las derechas mundiales.
¿Pero es de derecha Vargas Llosa? La genealogía del inquisidor, convertido luego en el moderno comisario político, es de las historias que despiertan inmediata adhesión. El la cuenta bien. ¿Quién las cuestionaría? Todos desearíamos ser hijos de la crítica a la intolerancia. Y efectivamente lo somos, al punto de una verdad a la que Vargas no ha llegado. Porque los verdaderos enemigos de la intolerancia, lo somos porque –nuevamente–, estamos inmersos en la dialéctica del lenguaje, en sus grandes paradojas, y menos en lo que ahora, en Vargas, es la cómoda linealidad de un liberalismo cuya ambigüedad da por descontada. Es liberal para trazar la historia de la modernidad y es liberal mientras se palmea con Hernán Lombardi. ¿No hay diferencias entre ambas acepciones? Entonces, su condición de hombre de derecha la da menos su vieja problemática literaria impregnada de una chispa que sin duda no ha cesado –pues piensa como un ironista liberal puro–, que su falso candor, repleto de ardides. Los ha mostrado, «encantadoramente», en su discurso de la Feria. Y en verdad es encantador, hasta que el peso de la historia una y otra vez pone pesadas comillas en esta frase, sin abandonarla.
En su discurso desgranó estos temas, entre afirmaciones interesantes pero vagas, y trivialidades que no dejaban de ser simpáticas. Se mostró como si un personaje del Marqués de Sade, ahogando sus pasiones previsibles, se transformara en un amable conversador que da explicaciones sobre sus buenas novelas de iniciación de un modo que lo acerca –es una pena– a las pedagogías obligatorias de la globalización. El gran hombre relata sus complacientes fórmulas luego de darle consejos a la Presidenta y rezongar sobre premios como lo haría algún espíritu escéptico del siglo XVI. Como diría Sartre, su sinceridad suena de mala fe. Me gustó escucharlo. No dejó de coincidir con las palabras que en espejo poco antes dijo Bergoglio, ambos asombrados de tanta «crispación». Dijimos que había «dos» Vargas Llosa. Ahora pienso que hay muchos, variados géneros multicolores de «Vargas Llosa», replicantes que habitan un solo cuerpo. Interesante enigma, que nos instiga luego de este debate, que no fue vano, a respetar esas banalidades donde se cuela la tragedia real del novelista que es, y a imaginar un nuevo tipo de intelectual latinoamericano que permita el balance entre aquel éxtasis scalabriniano y este candoroso liberalismo vargaslloseano. En su misma exposición, la palabra «liberalismo» se mostró una de las tantas máscaras abstractas que no logra abarcar el conjunto de temas de un debate que excede –lector de Madame Bovary como él es y somos todos–, sus pasmosas ensoñaciones, ingenuidades y sofismas. Nadie le pide bolivarismo, en cambio es afligente su bovarysmo.
OPINION·Por Horacio González (Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional)
Comentar post