“Es muy difícil el día después (a un robo violento), y el otro, y el otro. Desde ese momento, todos los días son difíciles y van a ser difíciles”, inicia su relato Vanesa Padullés, quien a mediados de diciembre de 2016 sufrió un brutal asalto en su domicilio de la ciudad de Leones.
Los robos suelen dejar cientos de páginas o de noticias audiovisuales que repiten las víctimas fatales, los heridos a balazos, las golpizas o las pérdidas materiales sufridas por los asaltados.
También se debate mucho sobre la forma en la que se intenta esquivar la inseguridad y cada tanto son un tema recurrente las penas para los delincuentes, como en la actualidad sucede con el debate sobre la baja en la edad de imputabilidad
Sin embargo, quienes sufren un episodio delictivo destacan un aspecto pocas veces abordado y que es mucho más subjetivo: la pérdida de la normalidad de todos los días, la tranquilidad que termina extraviada.
Vanesa intenta explicar por qué es tan duro volver a la rutina, se quiebra al decirlo, pero sus lágrimas no impiden que lo exprese: “Uno vive con miedo, asustado ante cualquier ruido. Cada una de las cosas que te dijeron mientras te pegaban ahora te retumban, se repiten, se repiten y se vuelven a repetir”.
La vida de la mujer y de su familia ha cambiado.
Detalles que vuelven
La noche les recuerda el miedo y la luz del sol, la calma; y son pequeños detalles los que quedan marcados profundamente.
Su hijo, que va al colegio primario, quiere aprender a usar armas, cambió el fútbol en la PlayStation por juegos de disparos.
La hija, también de corta edad, recién casi un mes después del hecho volvió a mencionar un “ok”, término que antes repetía a cada rato.
No es menor, cuando lo mencionó durante el asalto, uno de los ladrones la insultó: “Pendeja Disney, ¿qué tenés que hablar en inglés?”.
El padre de la familia, el extitular de Coninagro Carlos Garetto, cuenta que hoy siente que se perdió el vínculo de protección paterno, que los pequeños –de 6 y 8 años– ya no lo ven a él como un escudo y que descreen que en su presencia todo va a estar bien.
Vanesa, la madre, cuenta una anécdota que si bien parece banal, pronto adquiere otro significado.
Apenas terminó el asalto, necesitó de inmediato reponer una lámpara. “Cuando salí del baño después de los golpes, vi el cable solo colgando, sin la lámpara; ese cable aislado es volver a los castigos”, explica.
Lo que pudo haber pasado
Desde el Colegio de Psicólogos de la Provincia de Córdoba, indican que si bien cualquier profesional está capacitado para atender un caso de estrés posasalto, no hay en su base de datos un especialista específico en la temática.
“Clínicamente, no hay una especialidad, sino que se ve el efecto del acto violento en cada sujeto”, apunta el psicólogo Matías Meichtri Quintans, y agrega que uno de los fenómenos más interesantes de analizar y de trabajar en estos casos es el potencial.
“La gran mayoría de las víctimas de un hecho violento se queda con la idea de lo que pudo haber pasado y no ocurrió”, sostiene.
La experiencia de Carolina Vacaro es un claro ejemplo de esta cuestión.
Esta mujer –víctima de un asalto en barrio Jardín, de la ciudad de Córdoba– hace casi dos años todavía no puede dejar de imaginar lo indefensa que estuvieron ella y su hijo, lo que podrían haber hecho con ellos.
En ese recuerdo se alcanza el punto más emotivo del relato, y es desgarrador escucharla.
En su mente no sólo aparecen las imágenes de lo que pasó, sino de lo que pudo haber pasado, y esas ideas son todavía peores.
Carolina agrega que estos acontecimientos sacan lo peor de uno.
“Se deja de confiar en todos los que te rodean. Yo estoy convencida de que alguien que me conoce fue parte. A vos no te defiende ni la Policía, ni el intendente, ni el gobernador. Estamos solos, tenemos que proporcionarnos nosotros mismos la seguridad. Al Estado ya no le queda nada para hacer por mí. Nadie me representa, hay una ausencia terrible y nadie está con los vecinos”, cuestiona.
Para ella, el cambio fue demasiado profundo.
“Implica vivir en una burbuja que nunca elegí. Yo me tuve que mudar a un lugar cerrado, rodeado de countries . Yo no elegí perder la cotidianeidad, charlar con mis vecinos, ir por la calle al súper; no elegí estar ajena del mundo, pero ya no concibo estar en un lugar sin seguridad”, cuenta sobre el día después de ser víctima de un episodio de inseguridad.
Carolina recibe ayuda de una psicóloga y considera el apoyo de la profesional algo determinante para mejorar día a día.
“Las víctimas de esta violencia necesitan de mucha valentía para trabajarlo, se necesita tacto y cuidado para tratar ese sufrimiento”, expresa el psicólogo Meichtri Quintans.
Y añade que si bien se pueden ver patrones comunes, el análisis es incorrecto o acotado cuando se entra en el terreno de las generalidades.
En cada caso se debe analizar cómo cada uno subjetiva aquello que le pasó, cómo lo encarna con sus fantasmas, con lo más íntimo que tiene.
Tanto Carolina como Vanesa expresan que sería vital la conformación de una agrupación que nuclee a las víctimas de estos episodios, que sus experiencias sean compartidas como también lo que hicieron para mejorar.
En el propio cuerpo
Jorge Agazzani es otra víctima de un asalto violento. Para él, el día después continúa siendo muy largo. Es que sufrió un disparo que lesionó su médula el pasado
6 de agosto de 2016.
Quedó paralítico, un daño que los médicos estiman irreversible, aunque esto no impide que su ilusión de volver a caminar siga presente.
El hombre, dueño de un frigorífico en barrio Altamira, de la ciudad de Córdoba, hoy cuenta su traumática experiencia con tranquilidad.
No sólo habla de este último robo, sino también de los asaltos previos, los saqueos y el miedo que tuvieron este fin de año ante la posibilidad de que intenten traspasar la seguridad del lugar y llevarse los productos que tanto él como su hermano tienen en el negocio que sirve de sostén para sus familias.
Sin embargo, su temple se hace añicos cuando aparece el temido potencial, cuando en su mente deja de ser él quien recibe el disparo y su lugar es tomado por uno de sus hijos o sus sobrinos que trabajan allí.
“¿Y si el tiro le hubiera dado a uno de ellos? ¿Y si el que quedaba paralítico era mi hijo? ¿Cómo hago yo con esa carga? Le agradezco a Dios que me tocara a mí”, dice entre lágrimas.
Jorge toma aire, piensa lo que va a decir, como decirlo. Su reclamo pasó durante meses por conseguir que la Policía ponga una posta en la esquina de la calle donde tiene su frigorífico, que es la entrada a la villa Los Tinglados.
“Yo hoy tengo una custodia, pero mañana no sé. Igual no pretendo alguien que me cuide a mí, sino que se proteja al barrio”, apunta.
Además, agrega que entre los vecinos se intentan cuidar, arman reuniones para coordinar acciones y tienen un grupo de WhatsApp para ayudarse mutuamente, aunque él sostiene que por el momento no es parte activa del mismo porque lo hace sentir mal.
Futuro condicionado
“Nunca es lo mismo volver al lugar después de que te pasa algo así, ni para mí ni para mi familia. No se puede vivir en esta tierra de nadie, ya lo hablé con mi hermano y nos tenemos que ir de acá. Está decidido”, sentencia.
Tras una experiencia violenta como las que sufrieron Vanesa, Carlos, Carolina o Jorge, está claro que el cambio es rotundo.
Algunos eligen quedarse en su lugar para demostrar que una o dos personas no pueden modificar sus vidas.
Otros no encuentran otro recurso que abandonar el lugar en el que padecieron la pesadilla de un asalto violento.
Ninguno puede decir que lo ocurrido no los perturbó.
“El miedo me va a acompañar por el resto de mi vida, a pesar de haberme mudado, de tener seguridad privada, de no salir más de noche. El miedo nos acompaña para siempre y la vida sigue. Ya no creo en nada, todo es mucho más feo que antes, no es lo que me robaron, es la mierda que me dejaron”, sintetiza Carolina, cansada de revivir un momento que sospecha que la perseguirá siempre.
Ag. de Noticias: La Voz
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