Alegría Ahora, una escuela para vivir, es una escuela primaria para jóvenes y adultos que desde hace 16 años desarrolla una pedagogía diferente para quienes viven en la marginalidad extrema.
Un chispazo en la oscuridad. Eso es Alegría Ahora para los que han sido expulsados una y otra vez del sistema educativo –y de todo lo demás–. Unos 40 estudiantes de entre 10 y 70 años de Villa Urquiza, el Chaparral, Sol Naciente, San Roque, Ituzaingó, Talleres, Rosedal y Los Filtros.
Jóvenes y adultos que arrastran cuatro generaciones de pobreza y ausencia del estado. “Para estas personas no hay proyectos de vida” dice Mónica Lungo, maestra y fundadora de la escuela. “Sólo tienen proyectos de muerte”.
Otra pedagogía. Alegría Ahora es una escuela primaria y pública que pertenece a la Modalidad de Jóvenes y Adultos del Ministerio de Educación de la Provincia.
Creada hace 16 años para abrazar a quienes viven en la marginalidad extrema, desde la Educación Popular del pedagogo brasileño Paulo Freire construyeron su propia pedagogía que llamaron Amor Político.
“Nosotros ponemos en práctica todo lo que dicen las leyes y convenciones internacionales. Es una educación integradora, humanista, inclusiva de verdad”, remarca Mónica Lungo.
Los educadores conocen cómo viven cada uno de los estudiantes, al menos una vez se sentaron en su mesa, van a los cumpleaños y a los velorios. Salen de garantes para el alquiler y más de una vez fueron a rescatarlos de alguna comisaría. Ese vínculo humano, ese amor, es una de las armas más poderosas en la guerra contra la exclusión.
Acá todos aprenden y todos enseñan. Acá te miran como a un igual. Una vez al mes estudiantes y educadores, deciden en asamblea muchas de las cosas importantes.
Por ejemplo, que el que molesta en clases se va o que, si a la hora del almuerzo los sentados a la mesa duplican las raciones, se reparte lo que hay, nadie se queda sin comer.
En un rincón del salón en el primer piso del edificio de Bella Vista, los bancos están dispuestos en semicírculo. A veces son 15, a veces 30, nunca están todos –tienen un millón de problemas– pero nadie queda libre por faltar.
“El sistema educativo formal es rígido y expulsivo. Acá la estructura es flexible, está pensada para dar oportunidades”, dice Mónica. El profe de Historia despliega un planisferio en el pizarrón para mostrar desde donde llegaron los barcos en 1492. “Un viajazo”, dice Ariel mientras, a su lado en un cochecito, su hijo juega con un sonajero. No es el único con niños a cuestas.
En un aula multigrado al modo de las escuelas rurales, cada quien aprende a su ritmo. Y lo primero que tienen que aprender es a calmarse, a respetar al otro.
Aprender a defenderse. Tenía el hospital al frente. Yanina cargaba sus cuatro hijos, llegaba hasta la avenida y se quedaba ahí parada, llorando. No podía cruzar. Algo que parece tan sencillo como cruzar una calle, algo tan básico como llegar a un hospital. “A veces la principal barrera es humana”, dice Mónica Lungo. “Los profesionales no están preparados para tratar con otro grupo cultural y el prejuicio es lo que prima”.
Por eso, los que están afuera de todo, tienen que aprender a hablar, a leer y a escribir el lenguaje dominante. No el que se habla en la villa, sino el que se habla en los hospitales, en la comisaría, en tribunales.
Este que vos estás leyendo. Lo necesitan para pedir un turno, para defender a sus hijos cuando la policía se los lleva. “Hay mujeres a las que les ha costado hasta cuatro años aprender a hablar.
¡Y eso no es todo! Después necesitan las herramientas internas, la seguridad para mirar al médico y decirle: Hágame la receta en imprenta mayúscula”, explica Mónica.
“¿Estuvo heavy hoy?” Jimena se lleva las dos manos a la garganta encoge los hombros y respira profundo. Todavía tiene la angustia atragantada.
Después de clases, un intercambio de insultos, un sillazo, y un cuchillo a centímetros del cuello de uno de los alumnos, terminó con la tranquilidad del almuerzo. “Nadie va a venir a insultar a mi mamá”, se justificará Eva después. Sabe que será sancionada, porque este es un lugar sagrado; acá, en la escuela donde todos tienen lugar, la única que se queda sin banco es la violencia
“Son muchas generaciones de dolor y de carencias. Lo que está presente todo el tiempo desde tu gestación es la amenaza de la vida. La violencia es lo que te permite sobrevivir.
Y está tan grabado que cuesta mucho desactivarlo”, dice Jimena Villarreal, terapeuta holística y educadora, mientras prepara el mate cocido para llevarles a quienes se quedaron al taller de Arte Terapia que coordina todos los martes.
Un espacio para profundizar el trabajo sobre las emociones, el autoconocimiento y el respeto de las diferencias. Fue pensado especialmente para las mujeres: todas han atravesado situaciones de extrema violencia. Son sobrevivientes. “Son madres o futuras madres y si su corazón está destruido no pueden transmitir otra cosa más que eso.”
El camino recorrido. Tiene un arito en una de las cejas, es inquieta. Mónica Lungo, siempre quiso ser maestra. Aunque hizo el profesorado sabiendo que no trabajaría en una escuela formal –Paulo Freire le voló la cabeza– sabe que la verdadera batalla está dentro del sistema educativo: la gente necesita aprender pero también necesita una certificación para seguir adelante.
Por eso, allá por 2002, inscribió su proyecto en el Ministerio de Educación. Con un solo cargo docente, un puñado de lápices y cuadernos agarró su bicicleta y salió a dar clases. Primero a los chicos que limpiaban vidrios en las esquinas, luego a sus madres.
Nunca estuvo sola pero recién en 2010 pudo contar con dos compañeras firmes. Crearon una fundación para poder garantizar a los estudiantes las condiciones mínimas para el aprendizaje: alimento, acceso a la salud, a la justicia.
La escuela funcionó en la calle, en los patios de alguna villa, en una biblioteca, en un club sin baño, en institutos previsionales, correccionales y hasta en la cárcel.
Hoy el gobierno provincial se hace cargo del alquiler del edificio. “Los primeros años, lejos de acompañar, el Ministerio de Educación siempre nos hizo las cosas difíciles. Cómo todo lo distinto, lo innovador no fue comprendido por los mandos medios. Nos acusaban de vacío pedagógico”, reclama.
Después de tanto andar –y resistir varios intentos de cierre– puede mostrar que esto funciona. Hace poco más dos meses, Mónica Lungo, fue recibida por primera vez por el ministro Walter Grahovac.
Y salió de allí con el compromiso de crear cargos docentes para los ocho educadores de distintas disciplinas que hoy integran el equipo pedagógico de la escuela. Salvo ella, el resto no cobran por su tarea más que lo que la Fundación puede recaudar con la venta de la Agenda Libro.
Los logros. Todavía se puede ver el dolor en su mirada: mataron a su hermano, el que la llevaba al baile de La Mona, el que siempre estaba.
Dejó el colegio, ya no tuvo ganas de nada, sólo calle y pastillas. Mónica la fue a buscar. Por José, por su mamá que está sola, por su hermano menor –quiere darle otro ejemplo, no quiere que también lo maten–, Eva se levanta, y todos los días a las 8 se toma el 40 y después el trole para venir a la escuela. Está aprendiendo a leer, gana unos pesitos cuidando un niño y quiere estudiar peluquería.
Mónica lo reconoce: “Las batallas que ganamos son más pequeñas de las que quisiéramos y de las que se necesitan.” Son chispazos en la oscuridad, por ejemplo: que Soledad se suelte el pelo por primera vez, sonría y se pare en la peatonal a vender las bitácoras hechas con sus propias manos. Y se gane así un poco de la dignidad negada.
Fuente: Día a Día
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